El Estatuto de Cataluña

Señores diputados: siento mucho no tener más remedio que hacer un
discurso doctrinal, de aquellos precisamente que el señor Companys, en
las primeras palabras que pronunció el otro día, se apresuraba a querer
extirpar de esta discusión. Según el señor Companys, a la hora del debate
constitucional se hicieron cuantos discursos doctrinales eran menester sobre
el problema catalán y sobre su Estatuto, y se hicieron –añadía- porque
los parlamentarios catalanes habían tenido buen cuidado de dibujar, de
prefijar en el texto constitucional cuantos temas afectan al presente Estatuto.
Y yo no pongo en duda que esta intervención de los parlamentarios
catalanes fuese un gambito de ajedrez bastante ingenioso, pero no tanto
que quedemos para siempre aprisionados dentro de él, hasta el punto de
que no podamos hacer hoy, con alguna razón, con buen fundamento, sobre
el problema catalán, sobre este enjundioso problema, algún discurso
doctrinal.

Porque acontece que el debate constitucional en su realidad no coincide,
ni mucho menos, con el recuerdo que ha dejado en la memoria del
señor Companys. Tan no coincide, que ni yo, ni creo que ningún otro señor
diputado recordará, antes de la intervención del señor Maura, ningún discurso
en el cual se tratase a fondo y de frente el problema de las aspiraciones
de Cataluña. Se ha hablado ciertamente, en general, de unitarismo y
federalismo, de centralismo y autonomía, de las lenguas regionales; pero
sobre el problema catalán, sobre lo que se llama el problema catalán, estoy
por decir que yo no he oído un solo discurso, ni siquiera una parte
orgánica de un discurso, como no consideremos tales las constantes salidas
expectorativas a que nos tiene acostumbrados la bellida barba de don
Antonio Royo Villanova. Se han hecho discursos sobre el pacto de San
Sebastián, que es un tema que no tolera ni mucha doctrina ni muy buena,
y que, por otra parte, no pretenderá resumir un problema viejo de demasiados
siglos. Por tanto, yo ruego al señor Companys que no vea en esta
justificación mía, a que él mismo me ha obligado, que no vea en ella enojo
para él ni para sus compañeros; es exactamente la respuesta adecuada a
la intención con que, como al desgaire y casi de pasada, obturaba el paso
a intervenciones que presumía irremediablemente doctrinales, como la mía.
Porque piensen el señor Companys y los demás señores diputados qué
pueden ser mis discursos, si no son doctrinales, representando yo una
fuerza política cuantitativamente imperceptible y siendo, por mi persona,
hombre de escasísimo arranque. Yo no puedo ofrecer otra cosa a la vida
pública de mi país que la moneda divisionaria, menos aún, la calderilla de
unas cuantas reflexiones sobre los problemas en ella planteados. Nadie
puede pedirme que dé más de lo que tengo; pero nadie tampoco puede
estorbarme que contribuya con lo que poseo. Porque la República necesita
de todas las colaboraciones, las mayores y las ínfimas, porque necesita –
queráis o no- hacer las cosas bien, y para eso todos somos pocos.

Sobre todo en estos dos enormes asuntos que ahora tenemos delante,
la reforma agraria y el Estatuto catalán, es preciso que el Parlamento se
resuelva a salir de sí mismo, de ese fatal ensimismamiento en que ha
solido vivir hasta ahora, y que ha sido causa de que una gran parte de la
opinión le haya retirado la fe y le escatime la esperanza. Es preciso ir a
hacer las cosas bien, a reunir todos los esfuerzos. El político necesita de
una imaginación peculiar, el don de representarse en todo instante y con
gran exactitud cuál es el estado de las fuerzas que integran la total opinión
y percibir con precisión cuál es su resultante, huyendo de confundirla con
la opinión de los próximos, de los amigos, de los afines, que, por muchos
que sean, son siempre muy pocos en la nación. Sin esa imaginación, sin
ese don peculiar, el político está perdido.

Ahí tenemos ahora España, tensa y fija su atención en nosotros. No
nos hagamos ilusiones: fija su atención, no fijo su entusiasmo. Por lo mismo,
es urgente que este Parlamento aproveche estas dos magnas cuestiones
para hacer las cosas ejemplarmente bien, para regenerarse en sí mismo
y ante la opinión. Quién no os lo diga así, no es leal. (Muy bien.)
Y en medio de esta situación de ánimo, vibrando España entera alrededor,
encontramos aquí, en el hemiciclo, el problema catalán. Entremos en
él sin más y comencemos por lo más inmediato, por lo primero de él con
que nos encontramos. Y ¿qué es lo más inmediato, concreto y primero con
que topamos del problema catalán? Se dirá que si queremos evitar vaguedades,
lo más inmediato y concreto con que nos encontramos del problema
catalán es ese proyecto de Estatuto que la Comisión nos presenta y
alarga; y de él, el artículo 1.º del primer título. Yo siento discrepar de los
que piensan así, que piensan así por no haber caído en la cuenta de que
antes de ese primer artículo del primer título hay otra cosa, para mí la más
grave de todas, con la que nos encontramos. Esa primera cosa es el propósito,
la intención con que nos ha sido presentado este Estatuto, no sólo
por parte de los catalanes, sino de otros grupos de los que integran las
fuerzas republicanas. A todos os es bien conocido cuál es ese propósito.
Lo habéis oído una y otra vez, con persistente reiteración, desde el advenimiento
de la República. Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema
catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República
fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no
acertó a solventar.»

Yo he oído esto muchas veces y otras tantas me he callado, porque a
las palabras habían precedido los actos y por muchas otras razones. Aunque
me gusta grandemente la conversación, no creo ser hombre pronto ni
largo en palabras. A defecto de mejores virtudes, sé callar largamente y
resistir a las incitaciones que obligan a los hombres, que les fuerzan para
que hablen a destiempo. Pero ha llegado el minuto preciso en que hay que
quebrar ese silencio y responder a lo tantas veces escuchado, que si se
trata no más que de una manera de decir, de un mero juego enunciativo,
esas expresiones me parecen pura exageración y, por tanto, peligrosas;
pero si, como todos presumimos, no se trata de una figura de dicción, de
una eutrapelia, que sería francamente intolerable en asunto y sazón tan
grave, si se trata en serio de presentar con este Estatuto el problema catalán
para que sea resuelto de una vez para siempre, de presentarlo al Parlamento
y a través de él al país, adscribiendo a ello los destinos del régimen,
¡ah!, entonces yo no puedo seguir adelante, sino que, frente a este
punto previo, frente a este modo de planteamiento radical del problema, yo
hinco bien los talones en tierra, y digo: ¡alto!, de la manera más enérgica y
más taxativa. Tengo que negarme rotundamente a seguir sin hacer antes
una protesta de que se presente en esta forma radical el problema catalán
a nuestra Cataluña y a nuestra España, porque estoy convencido de que
es ello, por unos y por otros, una ejemplar inconsciencia. ¿Qué es eso de
proponernos conminativamente que resolvamos de una vez para siempre
y de raíz un problema, sin para en las mientes de si ese problema, él por sí
mismo, es soluble, soluble en esa forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos
de quien nos obligase sin remisión a resolver de golpe el problema de
la cuadratura del círculo? Sencillamente diríamos que, con otras palabras,
nos había invitado al suicidio.

Pues bien, señores; yo sostengo que el problema catalán, como todos
los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema
que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto,
conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos
que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen
que conllevarse con los demás españoles.

Yo quisiera, señores catalanes, que me escuchaseis con plena holgura
de ánimo, con toda comodidad interior, sin ese soliviantamiento de la atención
que os impediría fijarla en lo que vayáis oyendo, porque temierais
que, al revolver la esquina de cualquiera de mis párrafos, tropezaseis con
algún concepto, palabra o alusión enojoso para vosotros y para vuestra
causa. No; yo os garantizo que no habrá nada de eso, lo garantizo en la
medida que es posible, cuando se tienen todavía por delante algunos cuartos
de hora de navegación oratoria. Nadie presuma, pues, que yo voy a
envenenar la cuestión. No; todo lo contrario; pero pienso que, sólo partiendo
de reconocerla en su pura autenticidad, se le puede propinar y a ello
aspiro, un eficaz contraveneno. Vamos a ello, señores.

Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede
resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que
ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá
siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a
fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar.

¿Por qué? En rigor, no debía hacer falta que yo apuntase la respuesta,
porque debía ésta hallarse en todas las mentes medianamente cultivadas.
Cualquiera diría que se trata de un problema único en el mundo, que anda
buscando, sin hallarla, su pareja en la Historia, cuando es más bien un
fenómeno cuya estructura fundamental es archiconocida, porque se ha
dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el área histórica. Es tan
conocido y tan frecuente, que desde hace muchos años tiene inclusive un
nombre técnico: el problema catalán es un caso corriente de lo que se
llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en
esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco,
doloroso para todos.

¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno
vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se
apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir
aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo
contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica,
en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos
otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de
quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos
dentro de sí mismos.

Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspira los
grandes nacionalismos, los de las grandes naciones; no; es un sentimiento
de signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los españoles
hemos vivido animados por el afán positivo de no querer ser franceses, de
no querer ser ingleses. No; no existía en nosotros ese sentimiento negativo,
precisamente porque estábamos poseídos por el formidable afán de
ser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella. Por eso, de
la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado
esta España compacta.

En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento
defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto
y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismo
particularista podría llamarse, más expresivamente, apartismo o, en buen
castellano, señerismo.

Pero claro está que esto no puede ser. A un lado y otro de ese pueblo
infusible se van formando las grandes concentraciones; quiera o no, comprende
que no tiene más remedio que sumirse en alguna de ellas: Francia,
España, Italia. Y así ese pueblo queda en su ruta apresado por la atracción
histórica de alguna de estas concentraciones, como, según la actual astronomía,
la Luna no es un pedazo de Tierra que se escapó al cielo, sino al
revés, un cuerpo solitario que transcurría arisco por los espacios y al acercarse
a la esfera de atracción de nuestro planeta fue capturado por éste y
gira desde entonces en su torno acercándose cada vez más a él, hasta que
un buen día acabe por caer en el regazo cálido de la Tierra y abrazarse con
ella.

Pues bien; en el pueblo particularista, como veis, se dan, perpetuamente
en disociación, estas dos tendencias: una, sentimental, que le impulsa
a vivir aparte; otra, en parte también sentimental, pero, sobre todo,
de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros en unidad nacional.
De aquí que, según los tiempos, predomine la una o la otra tendencia
y que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones, parece
que ese impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra
unido, como el que más, dentro de la gran Nación. Pero no; aquel instinto
de apartarse continúa somormujo, soterráneo, y más tarde, cuando menos
se espera, como el Guadiana, vuelve a presentarse su afán de exclusión y
de huida

Este, señores, es el caso doloroso de Cataluña; es algo de que nadie
es responsable; es el carácter mismo de ese pueblo; es su terrible destino,
que arrastra angustioso a lo largo de toda su historia. Por eso la historia de
pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante; porque la
evolución universal, salvo breves períodos de dispersión, consiste en un
gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores.
De aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser,
pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que
está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre,
preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de
quien le manda o conquien manda él conjuntamente. Y así, por cualquier
fecha que cortemos la historia de los catalanes encontraremos a éstos,
con gran probabilidad, enzarzados con alguien, y si no consigo mismos,
enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea la forma que de la
idea de soberanía se tenga en aquella época: sea el poder que se atribuye
a una persona a la cual se llama soberano, como en la Edad Media y en el
siglo XVII, o sea, como en nuestro tiempo, la soberanía popular. Pasan los
climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante,
doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo
que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para
los demás y, así, no es extraño que si nos asomamos por cualquier trozo a
la historia de Cataluña asistiremos, tal vez, a escenas sorprendentes, como
aquella acontecida a mediados del siglo XV: representantes de Cataluña
vagan como espectros por las Cortes de España y de Europa buscando
algún rey que quiera ser su soberano; pero ninguno de estos reyes acepta
alegremente la oferta, porque saben muy bien lo difícil que es la soberanía
en Cataluña. Comprenderéis, pues, que si esto ha sido un siglo y otro y
siempre, se trata de una realidad profunda, dolorosa y respetable; y cuando
oigáis que el problema catalán es un su raíz, en su raíz –conste esta
repetición mía-, cuando oigáis que el problema catalán es un su raíz ficticio,
pensad que eso sí que es una ficción.

¡Señores catalanes: no me imputaréis que he empequeñecido vuestro
problema y que lo ha planteado con insuficiente lealtad!

Pero ahora, señores, es ineludible que precisemos un poco. Afirmar
que hay en Cataluña una tendencia sentimental a vivir aparte, ¿qué quiere
decir, traducido prácticamente al orden concretísimo de la política? ¿Quiere
decir, por lo pronto, que todos los catalanes sientan esa tendencia? De
ninguna manera. Muchos catalanes sienten y han sentido siempre la tendencia
opuesta; de aquí esa disociación perdurable de la vida catalana a
que yo antes me refería. Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España.
Pero no creáis por esto, señores de Cataluña, que voy a extraer de
ello consecuencia ninguna; lo he dicho porque es la pura verdad, porque,
en consecuencia, conviene hacerlo constar y porque, claro está, habrá que
atenderlo. Pero los que ahora me interesan más son los otros, todos esos
otros catalanes que son sinceramente catalanistas, que, en efecto, sienten
ese vago anhelo de que Cataluña sea Cataluña. Mas no confundamos las
cosas; no confundamos ese sentimiento, que como tal es vago y de una
intensidad variadísima, con una precisa voluntad política. ¡Ah, no! Yo estoy
ahora haciendo un gran esfuerzo por ajustarme con denodada veracidad
a la realidad misma, y conviene que los señores de Cataluña que me
escuchan, me acompañen en este esfuerzo. No, muchos catalanistas no
quieren vivir aparte de España, es decir, que, aun sitiéndose muy catalanes,
no aceptan la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso
han votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son
un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese
sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo
exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo
menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas
políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar
su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está a la
veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes. Es
el eterno y conocido mecanismo en el que con increíble ingenuidad han
caído los que aceptaron que fuese presentado este Estatuto. ¿Qué van a
hacer los que discrepan? Son arrollados; pero sabemos perfectamente de
muchos, muchos catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren
esa política concreta que les ha sido impuesta por una minoría. Y al
decir esto creo que sigo ajustándome estrictamente a la verdad. (Muy bien,
muy bien.)

Pero una vez hechas estas distinciones, que eran de importancia, reconozcamos
que hay de sobra catalanes que, en efecto, quieren vivir aparte
de España. Ellos son los que nos presentan el problema; ellos constituyen
el llamado problema catalán, del cual yo he dicho que no se puede resolver,
que sólo se puede conllevar. Y ello es bien evidente; porque frente a
ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro
sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como
un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica, de
esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de
intereses, de esplendor y de miseria, a la cual tienen puesta todos esos
españoles inexorablemente su emoción y su voluntad. Si el sentimiento de
los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y como son dos
tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus
cabales, logre creer que problema de tal condición puede ser resuelto de
una vez para siempre. Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo
al extremo del paroxismo, sería como multiplicarlo por su propia cifra; sería,
en suma, hacerlo más insoluble que nunca.

Supongamos, si no, lo extremo -lo que por cierto estarían dispuestos a
hacer, sin más, algunos republicanos de tiro rápido (que los hay, y de una
celeridad que les promete el campeonato en cualquiera carrera a pie)-;
supongamos lo extremo: que se concediera, que se otorgase a Cataluña
absoluta, íntegramente, cuanto los más exacerbados postulan. ¿Habríamos
resuelto el problema? En manera alguna; habríamos dejado entonces
plenamente satisfecha a Cataluña, pero ipso facto habríamos dejado plenamente,
mortalmente insatisfecho al resto del país. El problema renacería
de sí mismo, con signo inverso, pero con una cuantía, con una violencia
incalculablemente mayor; con una extensión y un impulso tales, que
probablemente acabaría (¡quién sabe!) llevándose por delante el régimen.
Que es muy peligroso, muy delicado hurgar en esta secreta, profunda raíz,
más allá de los conceptos y más allá de los derechos, de la cual viven esta
plantas que son los pueblos. ¡Tengamos cuidado al tocar en ella!

Yo creo, pues, que debemos renunciar a la pretensión de curar radicalmente
lo incurable. Recuerdo que un poeta romántico decía con sustancial
paradoja: «Cuando alguien es una pura herida, curarle es matarle.» Pues
esto acontece con el problema catalán.

En cambio, es bien posible conllevarlo. Llevamos muchos siglos juntos
los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso, el conllevarnos
dolidamente, es común destino, y quien no es pueril ni frívolo, lejos de
fingir una inútil indocilidad ante el destino, lo que prefiere es aceptarlo.

Después de todo, no es cosa tan triste eso de conllevar. ¿Es que en la
vida individual hay algún problema verdaderamente importante que se resuelva?
La vida es esencialmente eso: lo que hay que conllevar, y, sin
embargo, sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida, brotan y florecen
no pocas alegrías.

Este problema catalán y este dolor común a los unos y a los otros es un
factor continuo de la Historia de España, que aparece en todas sus etapas,
tomando en cada una el cariz correspondiente. Lo único serio que unos y
otros podemos intentar es arrastrarlo noblemente por nuestra Historia; es
conllevarlo, dándole en cada instante la mejor solución relativa posible;
conllevarlo, en suma, como lo han conllevado y lo conllevan las naciones
en que han existido nacionalismos particularistas, las cuales (y me importa
mucho hacer constar esto para que quede nuestro asunto estimado en su
justa medida), las cuales naciones aquejadas por este mal son en Europa
hoy aproximadamente todas, todas menos Francia. Lo cual indica que lo
que en nosotros juzgamos terrible, extrema anomalía, es en todas partes
lo normal. Pues en este punto quien representa la efectiva, aunque afortunada
anormalidad, es Francia con su extraño centralismo; todos los demás
están acongojados del mismo problema, y todos los demás hacen lo
que yo os propongo: conllevarlo.

Con esto, señores, he intentado demostrar que urge corregir por completo
el modo como se ha planteado el problema, y, sin ambages ni eufemismos,
invertir los términos: en vez de pretender resolverlo de una vez
para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros, a términos de posibilidad,
buscando lealmente una solución relativa, un modo más cómodo de conllevarlo:
demos, señores, comienzo serio a esta solución.

¿Cuál puede se ella? Evidentemente tendrá que consistir en restar del
problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia
en lo demás. Lo insoluble es cuanto significa amenaza, intención de amenaza,
para disociar por la raíz la convivencia entra Cataluña y el resto de
España, Y la raíz de convivencia en pueblos como los nuestros es la unidad
de soberanía.

Recuerdo que hubo un momento de extremo peligro en la discusión
constitucional, en que se estuvo a punto, por superficiales consideraciones
de la más abstrusa y trivial ideología, con un perfecto desconocimiento de
lo que siente y quiere, salvo breves grupos, nuestro pueblo, sobre todo, de
lo que siente y quiere la nueva generación, se estuvo a punto, digo, nada
menos que de decretar, sin más, la Constitución federal de España. Entonces,
aterrado, en una madrugada lívida, hablé ante la Cámara de soberanía,
porque me acongojaba desde el advenimiento de la República la imprecisión,
tal vez el desconocimiento, con que se empleaban todos estos
vocablos: soberanía, federalismo, autonomía, y se confundían unas cosas
con otras, siendo todas ellas muy graves. Naturalmente, no he de repetir
ahora lo que entonces dije; me limitaré a precisar lo que es urgente para la
cuestión.

Decía yo que soberanía es la facultad de las últimas decisiones, el
poder que crea y anula todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos,
soberanía, pues significa la voluntad última de una colectividad. Convivir
en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad
de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos
en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Cataluña,
o hay muchos, que quiere desjuntarse de España, que quieren escindir
la soberanía, que pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir,
es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar
reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de esencial decisión.
Por eso es absolutamente necesario que quede deslindado de este
proyecto de Estatuto todo cuanto signifique, cuanto pueda parecer amenaza
de la soberanía unida, o que deje infectada su raíz. Por este camino
iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional.

Yo recuerdo que una de las pocas veces que en mis discursos anteriores
aludí al tema catalán fue para decir a los representantes de esta región:
«No nos presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque entonces
no nos entenderemos. Presentadlo, planteadlo en términos de autonomía.
» Y conste que autonomía significa, en la terminología juridicopolítica,
la cesión de poderes; en principio no importa cuáles ni cuántos, con tal que
quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos
poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano,
sino que el Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene. Esto es
autonomía. Y en ese plano, reducido así el problema, podemos entendernos
muy bien, y entendernos –me importa subrayar esto- progresivamente,
porque esto es lo que más conviene hallar: una solución relativa y además
progresiva

Desde hace muchos años, con la escasez de mis fuerzas solitarias,
venía yo preparando este tipo de solución, tomando el enorme problema
como hay que tomar todos en política, sistemáticamente, articulándolos
unos con otros, a fin de que coadyuven a su conjunta superación.

Prescindiendo provisionalmente del problema catalán, yo analizaba la
situación en que estaba mi país y encontraba en él un morbo básico, sin
curar el cual no soñéis que España pueda llegar a ser nunca una nación
vigorosa. Este morbo consistía, consiste, en la inercia de vida pública y,
por tanto, política, económica, intelectual, en que viven los hombres provinciales.
España es, en su casi totalidad, provincia, aldea, terruño. Mientras
no movilicemos esa enorme masa de españoles en vitalidad pública,
no conseguiremos jamás hacer una nación actual. ¿Y qué medios hay
para eso? No se me puede ocurrir sino uno: obligar a esos provinciales a
que afronten por sí mismos sus inmediatos y propios problemas; es decir,
imponerles la autonomía comarcana o regional.

Y sería desconocer por completo la realidad de este morbo que se trata
de curar (una realidad que es la específica de España, la única que no se
puede copiar de ningún programa político extranjero, sino que hay que
descubrirla con la propia intuición y con el propio pensamiento); sería ignorar,
digo, la realidad que se trata de corregir, esperar que la provincia
anhele y pida autonomía. Desde el punto de vista de los altos intereses
históricos españoles, que eran los que a mí me inspiraban, si una región
de las normales pide autonomía, ya no me interesaría otorgársela, porque
pedirla es ya demostrar que espontáneamente se ha sacudido la inercia, y,
en mi idea, la autonomía, el régimen, la pedagogía política autonómica no
es un premio, sino, al revés, uno de esos acicates, de esos aguijones, que
la alta política obliga por veces a hincar bien en el ijar de los pueblos
cansinos. Así concebía yo la autonomía.

Y una vez que imaginaba a España organizada en nerviosas autonomías
regionales, entonces me volvía al problema catalán y me pregunta
ba: «¿De qué me sirve esta solución que creo haber hallado a la enfermedad
más grave nacional (que es, por tanto, una solución nacional), para
resolver el problema de Cataluña?» Y hallaba que, sin premeditarlo, habíamos
creado el alvéolo para alojar el problema catalán. Porque, no lo
dudéis, si a estas horas todas las regiones estuvieran implantando su autonomía,
habrían aprendido lo que ésta es y no sentirían esa inquietud,
ese recelo, al ver que le era concedida en términos estrictos a Cataluña.
Habríamos, pues, reducido el enojo apasionado que hoy hay contra ella en
el resto del país y lo habríamos puesto en su justa medida. Por otra parte,
Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo, claro
está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría? Aislado;
por decirlo así, químicamente puro, sin, sin poder alimentarse de
motivos en los cuales la queja tiene razón.

Esto venía yo predicando desde hace veinte años, pero no sé lo que
pasa con mi voz, que, aunque no pocas veces se me ha oído, casi nunca
se me ha escuchado; se me ha hecho homenaje, que agradezco, aunque
no necesito, dado el humilde cariz de mi vida, pero no se me ha hecho
caso. Y así ha acontecido que lo que yo pretendía evitar es hoy un hecho,
y como os decía en discurso anterior, se hallan frente a frente la España
arisca y la España dócil. (Rumores.)

Aunque en peores condiciones, es de todos modos necesario e ineludible
intentar esta solución autonómica. La autonomía es el puente tendido
entre los dos acantilados, y ahora lo que importa es determinar cuál debe
ser concretamente la figura de autonomía que hoy podemos otorgar a Cataluña.
Con ello desemboco en la tercera y última parte de mi discurso (el
auditorio respira animoso cuando oye que el orador anuncia que en su
discurso comienza la vertiente de descenso); pero esta vez esa tercera
parte ha de ser, creo que breve, aunque en definitiva, la decisiva, porque
será aquella en la cual un grupo de hombres, el que forma nuestra minoría,
exprese lo que ahora es urgente que todos expongan: cuál es su opinión
concreta, taxativa, sobre lo que va a constituir el Estatuto de Cataluña.
Pues es problema tan hondo, de tan largas consecuencias, que es preciso
que todos los grupos de la Cámara, como les pedía el señor Maura en su
discurso del viernes pasado, digan lo que opinan concretamente sobre ello
antes de comenzar la discusión del articulado. Parece que hay algún vago
derecho a solicitarlo así. Todos los grupos de la Cámara, sobre todo los
grandes partidos, y más aún el mayor de los grandes partidos, que es el
partido socialista, deben exponer su opinión. El partido socialista tiene el
gran deber en esta hora de hablar a tiempo, con toda altitud y precisión,
por dos razones; la primera, ésta: el partido socialista fue en tiempos de la
monarquía un magnífico movimiento de opinión que vivía extramuros del
Gobierno; doctrinalmente no revolucionario, era de hecho
semirrevolucionario por su escasa compatibilidad con aquel régimen; pero
desde el advenimiento de la República, el partido socialista es un partido
gubernamental, y esté o no esté en el banco azul, un partido gubernamental
es cogobernante, porque se halla siempre en potencia próxima de ponerse
a gobernar. Es, pues, preciso que este partido, que es un partido de
clase, al hacerse partido de gobierno, nos vaya enterando de cómo logra
articular su interés de partido de clase con el complejo y orgánico interés
nacional, porque gobernar, sólo puede un partido por su dimensión de nacional;
lo otro, es una dictadura. Pero la otra razón, que obliga al partido
socialista a declararse bien ante la opinión, es que estamos ahora discutiendo,
junto a esta reforma de la organización catalana que nos trae el
Estatuto, otra reforma, germinada con ella o como melliza, que es la reforma
agraria, de interés muy especialmente socialista, aunque yo creo que,
además, es de interés nacional. Es menester que en esta combinación de
los dos temas llegue el partido socialista a igual claridad con respecto al
uno y con respecto al otro; es ésta una diafanidad a que el partido socialista
español, por su propia historia, nos suele tener acostumbrados, pero
que mucho más tiene que hacer ahora plenamente transparente, plenamente
clara y plenamente prometedora.

Pues bien; voy ahora a decir rápidamente, no lo que, en cada una de
las líneas del proyecto de esa Comisión, ha puesto, contrapuesto o subrayado
nuestro grupo, en largas reuniones de meditación sobre el tema; pero
sí voy a designar cuáles son las normas concretísimas que nos ha inspirado
ésta que consideramos corrección del proyecto y que da a nuestro voto
particular casi un carácter –si no fuera pretensión- de contraproyecto. Ante
todo, como he dicho, es preciso raer de ese proyecto todos los residuos
que en él quedan de equívocos con respecto a la soberanía; no podemos,
por eso, nosotros aceptar que en él se diga: «El Poder de Cataluña emana
del pueblo.» La frase nos parece perfecta, ejemplar; define exactamente
nuestra teoría general política; pero no se trata sin distingos, que fueran
menester, del pueblo de Cataluña aparte, sino del pueblo español, dentro
del cual y con el cual convive, en la raíz, el pueblo catalán.

Parejamente, nos parece un error que, en uno de los artículos del título
primero, se deslice el término de «ciudadanía catalana». La ciudadanía es
el concepto jurídico que liga más inmediata y estrechamente al individuo
con el Estado, como tal; es su pertenencia directa al Estado, su participación
inmediata en él. Hasta ahora se conocen varios términos, cada uno
de los cuales adscribe al individuo a la esfera de un Poder determinado; la
ciudadanía que le hace perteneciente al Estado, la provincialidad que le
inscribe en la provincia, la vecindad que le incluye en el Municipio. Es
necesario, a mi modo de ver, que inventen los juristas otro término, que
podamos intercalar entre el Poder supremo del Estado y el Poder que le
sigue –en la vieja jerarquía- de la provincialidad; pero es menester también
que amputemos en esa línea del proyecto de Estatuto esa extraña ciudadanía
catalana, que daría a algunos individuos de España dos ciudadanías,
que les haría, en materia delicadísima, coleccionistas.

Por fortuna, ahorra mi esfuerzo, en el punto más grave que sobre esta
materia trae el dictamen, el espléndido discurso de maestro de Derecho
que ayer hizo el señor Sánchez Román. Me refiero al punto en el cual el
Estatuto de Cataluña tiene que ser reformado, de suerte tal que no se sabe
bien si esta ley y poder que las Cortes ahora otorguen podrá nunca volver
a su mano, pues parece, por el equívoco de la expresión de este artículo,
que su reforma sólo puede proceder del deseo por parte del pueblo catalán.
A nuestro juicio, es menester que se exprese de manera muy clara no
sólo que esto no es así, sino que es preciso completarlo añadiendo a esa
incoación, por parte de Cataluña, del proceso de revisión y reforma del
Estatuto, otro procedimiento que nazca del Gobierno y de las Cortes. Parece
justo que sea así. Es un problema entre dos elementos, entre dos cabos,
y nada más justo y racional que el que la reforma y la revisión puedan
comenzarse o por un cabo o por el otro; que intervenga, pues, o el Gobierno
de la nación o el plebiscito de Cataluña.

Vamos ahora al tema de la enseñanza. Es éste un punto en que me
complace declarar que la fórmula encontrada por el dictamen de la Comisión
se nos antoja excelente. Pretende Cataluña crear ella su cultura; a
crear una cultura siempre hay derecho, por más que sea la faena no sólo
difícil, sino hasta improbable; pero ciertamente que no es lícito coartar los
entusiasmos hacia ello de un grupo nacional. Lo que no sería posible es
que para crear esa cultura catalana se usase de los medios que el Estado
español ha puesto al servicio de la cultura española, la cual es el origen
dinámico, histórico, justamente del Estado español. Sería, pues, como entregar
su propia raíz. Bien está, y parece lo justo, que convivan paralelamente
las instituciones de enseñanza que el Estado allí tiene y las que
cree, con su entusiasmo, la Generalidad. Ya hablaremos cuando se trate
del articulado, del problema del bilingüismo. Dejemos, pues, intacta esta
cuestión. Lo que importa es decir que en aquel punto general de la enseñanza
nos parece excelente el dictamen de la Comisión. Sólo podría oponerse
una advertencia. ¿No sería ello complicar demasiado las cosas?
¿No sería acumular en Cataluña un exceso de instituciones docentes?

Decía un viejo libro indio que cuando el hombre pone en el suelo la
planta, pisa siempre cien senderos. ¡Hay que ver los senderos que acabamos
de pisar con esta observación! ¿No serían excesivos los establecimientos
de enseñanza que así resultarían en Cataluña? ¿Sabéis en qué
tipo de cuestiones ponemos ahora el pie, qué cantidad de inepcias y de
irreflexión han gravitado sobre el destino español y que afloran y
transparecen ahora de pronto al tocar este tema? ¿Sabéis que hasta hace
tres años en Barcelona, en una población de un millón de habitantes, había
un solo Instituto, cuando en Alemania, para un millón de habitantes,
hay cuarenta Institutos, y en el país que menos, en Francia, hay catorce
Institutos? Uno de los senderos que parten ahora de nuestra planta es el
haceros caer en la cuenta de que cuando discutáis los problemas de las
órdenes religiosas y de la enseñanza tengáis la generosidad y la profundidad
de plantearlos en toda su complejidad, porque cuando un Estado se
ha comportado de esta suerte ante una urbe de un millón de habitantes, en
una de las instituciones más características de las clases que, al fin y al
cabo, tenían el poder en aquel régimen; cuando un Estado se ha comportado
así, cuando el resto del país lo ha tolerado y tal vez ni lo ha sabido, lo
cual quiere decir que no lo ha atendido, no hay derecho a quejarse de que
los pobres chicos tengan que ir a recibir enseñanza donde se la den; y las
órdenes religiosas se la daban, no porque tuvieran una excepcional, fantástica
y espectral fuerza insólita sobre la vida española, sino simplemente
porque el Estado español y la democracia constitucional española hacían
dejación de sus deberes de atender a la enseñanza nacional. (Muy bien.)

Pero cuando tocamos este punto, otro sendero, que lleva a problemas
todavía más graves, nos araña las plantas, porque al haber caído en la
cuenta de que esto se hacía, de que esta enormidad se hacía, es decir, no
se hacía, en una población como Barcelona en materia de enseñanza, nos
preguntamos: ¿Y qué es lo que se hacía con respecto a las otras instituciones
de Gobierno, de Poder público? ¿Cómo estaba allí representado
institucionalmente, en ese enorme cuerpo social que es Barcelona, el Estado,
el Poder? ¿Qué figuras de autoridad veía a toda hora el buen barcelonés
pasar por delante de él para aprender de esa suerte lo que es el
mando, la autoridad del Estado? Pues, señores, hasta hace muy pocos
años, bien pocos años, la población de Barcelona y su provincia, con el
millón de habitantes de su capital, estaba gobernada exactamente por las
mismas instituciones que Soria y que Zamora, pequeñas villas rurales: por
un gobernador civil. ¡Y luego extrañará que en Barcelona hubiese una rara
inspiración subversiva! Esa población está compuesta, principalmente, de
un enorme contingente de obreros; la concentración industrial de Barcelona
arranca de los últimos terruños y glebas de España, donde vivían al fin
y al cabo moralizados por la influencia tradicional y como vegetal de su
patria, infinidad de obreros españoles y los lleva a Barcelona y los amontona
allí; y estos obreros, como las demás clases sociales, no veían aparecer
el Poder público con volumen y figura correspondiente y, naturalmente,
sentían constantemente como una invitación a olvidarse del poder y de la
autoridad, a ser constitutivamente subversivos; y de aquí, no por ninguna
extraña magia ni poder especial de la inspiración catalana, de aquí que
todas las cosas subversivas que han acontecido en España, desde hace
muchísimos años, vinieran de Barcelona. ¡Es natural! ¡Si el aire era subversivo,
porque no se le había enseñado a ser otra cosa! Se juntan allí los
militares y brotan las Juntas de Defensa y, creedme, si un día se juntan allí
los obispos, ya veréis cómo los báculos se vuelven lanzas. (Risas.)

Otro punto en que coincidimos, y esto va a extrañar a muchos, con el
proyecto de la Comisión, es aquel que se refiere al orden público. A primera
vista y al pronto, yo, como muchos, pensé que parecía improcedente
otorgar a Cataluña en esta forma –que conste, no es total-, el cuidado del
orden público. A primer vista, en efecto, parece, y es cierto, que el orden
público es el poder más inmediato del Estado; pero, en primer lugar, en
este artículo no se quita al Estado la intervención en el orden público, sino,
simplemente, se crea una instancia primera, la cual se entrega a la Generalidad.
Confieso que me hizo gran impresión la advertencia que nos transmitía
en su discurso el señor Maura, advertencia evidentemente aprendida
en su experiencia de ministro de la Gobernación; experiencia que yo me
sospecho mucho no voy a lograr directamente nunca, pero que, por lo
mismo, me complace absorber de quien me la transmite. Pues bien; no
tenía duda ninguna que era de gran fuerza el razonamiento del señor Maura.
¿No es cuestión delicada que coexistan –pues esta sería una de las posibles
soluciones en Cataluña- dos policías? ¿No es igualmente, o más delicado,
que el Estado se quede sin contacto directo, sin visión ni previsión
de lo que germina y fermenta en los bajos fondos de la vida catalana y,
sobre todo, en los profundos bajos fondos de la ciudad de Barcelona? Ni lo
uno ni lo otro es, en efecto, deseable. Lo uno y lo otro llevan a desagradables
consecuencias. Dos policías hurgando en lo mismo, con tropezones
de manos distintas sobre un mismo tema oscuro, en manera alguna; una
policía del Estado español teniendo que afrontar acaso situaciones graves,
sin tener de ellas ningún conocimiento previo, tampoco. No escatimo, pues,
la importancia, la gravedad de esta advertencia; pero permitidme que os
muestre el otro lado de la cuestión.

Se crea por este Estatuto un Poder regional de suma importancia, con
gran burocracia, con intervención en una cantidad enorme de asuntos de
la vida local catalana; tiene, pues, ancho campo para actuar. ¿Tiene sentido
que a ese Poder, al cual damos la parte más mollar y fecunda de la
gobernación, le retengamos la parte más difícil, aquella que representa el
módulo de responsabilidad de todo Gobierno y de todo Poder y, sobre
todo, aquella que es en la que se manifiesta el último punto de delicadeza
y de tacto moral de los Poderes? ¿Tiene sentido que todas las cosas buenas
se hagan por la Generalidad y que sea el Estado central quien tenga
que ir allí no más que para resolver problemas de orden público, que son
siempre agujeros que se hacen en el capital de autoridad de todo Gobierno?
No puede ser; si allí pasa lo bueno, conviene que tengan también la
experiencia de los problemas que plantea el orden público; es menester
que allí donde actúa el Poder sea donde se afronten inmediatamente, y por
lo menos en primera instancia, sus consecuencias; que no pase como
ocurre con los pájaros de las pampas que se llaman teros, de los cuales
muchas veces don Miguel de Unamuno ha dicho, repitiéndonos los versos
de Martín Fierro, «que en un lao pegan los gritos y en otro ponen los huevos
»; no, que el grito se pegue junto al huevo. (Muy bien.)

No podemos aceptar, en cambio, que pase el orden judicial íntegro a la
Generalidad; pero esto por una razón frente a la cual me extraña que pueda
darse, por parte de los señores catalanes, contrarrazón de peso. No es
la cuestión de Justicia tema que pueda servir de discusión, ni de batalla
entre los hombres. Acontece así, pero no debe acontecer; es decir, que
acontece sin razón. En todas partes es el movimiento que empuja a la
Historia, ir haciendo homogénea la Justicia , porque sólo si es homogénea
puede ser justa; no es posible que, de un lado al otro del monte, la Justicia
cambie de cara; el ideal sería que la Justicia fuese, no ya sólo nacional,
sino internacional, planetaria, a ser posible, sideral; que cuanto más homogénea
la hagamos, más amplia la hagamos, más cerca estará de poder
soñar en ser algo parecido a la Justicia misma.

Pero, en fin, déjese a los catalanes su justicia municipal; déjeseles todo
lo contencioso administrativo sobre los asuntos que queden inscritos en la
órbita de actuación que emana de la Generalidad, pero nada más.

Y vamos al último punto, al que se refiere a la Hacienda. No voy, naturalmente,
ahora a tratar en detalle, ni formalmente, del asunto. Voy sólo a
enunciar las dos normas que nos han inspirado la corrección al anteproyecto.
Son dos normas, la una complementaria de la otra y que, por lo
mismo, la corrige. La norma fundamental es ésta: deseamos que se entreguen
a Cataluña cuantías suficientes y holgadas para poder regir y poder
fomentar la vida de su pueblo dentro de los términos del Estatuto: lo hacemos
no sólo con lealtad, sino con entusiasmo; pero lo que no podemos
admitir es que esto se haga con detrimento de la economía española. No
me refiero ahora a las cuantías, no escatimo; lo que digo es que no es
posible entregar a Cataluña ninguna contribución importante, íntegra, porque
eso la desconectaría de la economía general del país, y la economía
general del país, desarticulada, no por el más o el menos de cuantía en lo
que se entregara, no podría vivir con salud, y mucho menos en aumento y
plenitud.

De aquí que fuera menester idear una fórmula amplia en la concesión
actual, elástica hacia el porvenir y, sobre todo, que creciese
automáticamente, conforme la vida y la riqueza de Cataluña lo exigiera. No
se puede en este punto, mirada así la cuestión, pedir más. Se os da una
copa que crecerá conforme crezca el hontanar que brote en vuestra tierra.
Pero no basta con esto, porque no es decente crear un Poder, sea el que
fuere, al cual se encargue de fomentar la vida de un territorio, sin darle, no
sólo medios para ello, sino albedrío para jugar melodías político-históricas
sobre esa economía que se le da; no es decente, repito, crear el Poder
catalán y no dejarle alguna imposición sobre el cual pueda legislar. Pero
como el principio anterior nos impide concederle ningún tributo entreñable
de la economía nacional, de ahí que se nos ocurriese buscar en los derechos
reales sobre bienes raíces algo en lo cual pueda perfectamente Cataluña
legislar con entera libertad. ¿Por qué? Porque es una clase de derechos
más fácilmente desconectable del resto de la economía, porque es
un tipo de derechos, de impuestos relativamente fácil, de los más fáciles
de cobrar, porque no os plantea el problema perenne de Hacienda de las
incidencias, de decir quién es el que en definitiva paga la imposición. Porque
el legislador impone un tributo sobre un bien, una actividad o una
persona y resulta que se va transfiriendo de golpe de hombro al vecino, de
éste al otro, y se acaba por no saber quién paga, en realidad, aquel impuesto.

Ciertamente, con toda lealtad digo que esto tiene un inconveniente,
pero que al mismo tiempo es ventaja. Los derechos reales son, por una de
sus caras, un impuesto de carácter político; naturalmente que esto trae
consigo que puedan, a veces, ocasionar, motivar luchas y discordias interiores;
pero, por otra parte, han sido estos derechos a los que han recurrido
los pueblos cuando precisamente han tenido que hacer grandes sacrificios,
profundos sacrificios históricos. Después de la guerra, todos los pueblos
–Inglaterra por delante-, para salvar la situación de las deudas creadas,
cayeron sobre los impuestos de derechos reales.

Señores, así es como yo veo el perfil de autonomía que ahora, dadas
las circunstancias, las situaciones, debe otorgarse a Cataluña. Es una autonomía
de figura sumamente amplia y anuncia ella una posible corrección
progresiva.

¡Creed que es mejor un tipo de solución de esta índole que aquella
pretensión utópica de soluciones radicales! La utopía es mortal, porque la
vida es hallarse inexorablemente en una circunstancia determinada, en un
sitio y en un lugar, y la palabra utopía significa, en cambio, no hallarse en
parte alguna, lo que puede servir muy bien para definir la muerte.

Se trata de adelantar, de iniciar un nuevo camino de solución. Por tanto,
no nos pidáis que en este primer paso que damos hacia vosotros, hayamos
llegado ya; que este primer paso sea el último. No. Esperad. Intentemos
este nuevo modo de conllevarnos, que él nos vaya descubriendo posibles
ampliaciones.

Claro es que con esto no se resuelve sino aquella porción soluble del
problema catalán. Queda la otra, la irreductible: el nacionalismo. ¿Cómo
se puede tratar esta otra cuestión? ¡Ah! La solución de este otro problema,
del nacionalismo, no es cuestión de una ley, ni de dos leyes ni siquiera de
un Estatuto. El nacionalismo requiere un alto tratamiento histórico; los nacionalismos
sólo pueden deprimirse cuando se envuelvan en un gran movimiento
ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en
el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna
sopla en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos:
un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe. Tenía gran razón
el señor Cambó en este punto, más razón que muchos representantes
actuales de Cataluña, cuando decía que el nacionalismo catalán solo tiene
su vía franca al amparo de un enorme movimiento creador histórico. El
proponía lo que llamaba iberismo, y yo en punto al iberismo estoy en desacuerdo
con él, pero en el sentido general tenía razón. Lo importante es
movilizar a todos los pueblos españoles en una gran empresa común. Pero
no hace falta nada de «iberismo»; tenemos delante la empresa, de hacer
un gran Estado español. Para esto es necesario que nazca en todos nosotros
lo que en casi todos ha faltado hasta aquí, lo que en ningún instante ni
en nadie debió faltar: el entusiasmo constructivo. Este debe ser el supuesto
común a todos los grupos republicanos, lo que latiese unánimemente,
por debajo o por encima de todas nuestras otras discrepancias; que nos
envolviese por todos los lados como el aire que respiramos, y como el
elemento de todos y propiedad de ninguno. La República tiene que ser
para nosotros el nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido
quehacer, de una obra que pocas veces se puede acometer en la
Historia y que es a la vez la más divertida y la más gloriosa: hacer una
Nación mejor. Este entusiasmo constructivo es un estado de ánimo en que
se unen inseparablemente la alegría del proyectar y la seriedad del hacer.
Por eso yo pedía que la República fuese alegre, lo cual ha molestado a
algunos republicanos sin que yo pudiera explicarme esta irritación por ninguna
razón favorable para los que se irritaron. Porque si hay republicanos
que creen que deben defenderse de mí porque les pido que sean alegres y
no sean agrios, entonces es que estos republicanos no están en su verdad
y que han errado su posición y temple históricos. Desde las primeras palabras
que pronuncié en la Cámara pedía yo una República emprendedora y
ágil, lo cual no quiere decir apresurada. Porque ágil es el que actúa siempre
con la misma celeridad posible, pero sólo con la posible. Agil, en efecto,
es el que corre y no se atropella.

Vayamos, pues, con celeridad, pero sin acritud, con decoro, con exac-
titud y viendo bien qué es lo que hoy en su profundo corazón múltiple
desea el país que hagamos, en este gran paso del Estatuto que tenemos
delante. Y si no fuera porque en uno de sus lados sería petulancia, terminaría
diciéndoos, señores diputados, que reflexionéis un poco sobre lo que
os he dicho y olvidéis que yo os lo he dicho. (Grandes aplausos.)

Enviado por Enrique Ibañes