España sin pulso

Quisiéramos oír esas o parecidas palabras brotando de los labios del pueblo; pero no se
oye nada: no se percibe agitación en los espíritus, ni movimiento en las gentes.
Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarán, sin duda, el mal:
discurrirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero el más ajeno a la
ciencia que preste alguna atención a asuntos públicos observa este singular estado de
España : dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso.
Monárquicos, republicanos, conservadores, liberales, todos los que tengan algún interés
en que este cuerpo nacional viva, es fuerza se alarmen y preocupen con tal suceso. Las
turbulencias se encauzan; las rebeldías se reprimen: hasta las locuras se reducen a la
razón por la pena o por el acertado régimen: pero el corazón que cesa de latir y va
dejando frías e insensibles todas las regiones del cuerpo, anuncia la descomposición y la
muerte al más lego.
La guerra con los ingratos hijos de Cuba no movió una sola fibra del sentimiento
popular. Hablaban con elocuencia los oradores en las cámaras de sacrificar la última
peseta y derramar la postrer gota de sangre… de los demás; obsequiaban los
Ayuntamientos a los soldados, que saludaban y marchaban sumisos, trayendo a la
memoria el Ave César de los gladiadores romanos: sonaba la Marcha de Cádi ; aplaudía
la prensa, y el país, inerte, dejaba hacer. Era, decíamos, que no interesaba su alma una
lucha civil, una guerra contra la naturaleza y el clima, sin triunfos y sin derrotas.
Se descubre más tarde nuestro verdadero enemigo; lanza un reto brutal; vamos a la
guerra extranjera; se acumulan en pocos días, en breves horas, las excitaciones más
vivas de la esperanza, de la ilusión, de la victoria, de las decepciones crueles. de los
desencantos más amargos, y apenas si se intenta en las arterias del Suizo y de las Cuatro
Calles una leve agitación por el gastado procedimiento de las antiguas recepciones y
despedidas de andén de los tiempos heroicos del señor Romero Robledo.
Se hace la paz, la razón la aconseja, los hombres de sereno juicio no la discuten; pero
ella significa nuestro vencimiento, la expulsión de nuestra bandera de las tierras que
descubrimos y conquistamos; todos ven que alguna diligencia más en los caudillos,
mayor previsión en los Gobiernos hubieran bastado para arrancar algún momento de
gloria para nosotros, una fecha o una victoria en la que descansar de tan universal
decadencia y posar los ojos y los de nuestros hijos con fe en nuestra raza : todos
esperaban o temían algún estremecimiento de la conciencia popular; sólo se advierte
una nube general de silenciosa tristeza que presta como un fondo gris al cuadro, pero sin
alterar vida, ni costumbres, ni diversiones, ni sumisión al que, sin saber por qué ni para
qué, le toque ocupar el Gobierno.
Es que el materialismo nos ha invadido, se dice: es que el egoísmo nos mata: que han
pasado las ideas del deber, de la gloria, del honor nacional; que se han amortiguado las
pasiones guerreras, que nadie piensa más que en su personal beneficio.
Profundo error; ese conjunto de pasiones buenas y malas constituyen el alma de los
pueblos, vivirán lo que viva el hombre, porque son expresión de su naturaleza esencial.
Lo que hay es que cuando los pueblos se debilitan y mueren su pasiones. no es que se
transforman y se modifican sus instintos, o sus ideas, o sus afecciones y maneras de
sentir; es que se acaban por una causa más grave aún : por la extinción de la vida.
Así hemos visto que la propia pasividad que ha demostrado el país ante la guerra civil, ante la lucha con el extranjero, ante el vencimiento sin gloria, ante la incapacidad que
esterilizaba los esfuerzos y desperdiciaba las ocasiones la ha acreditado para dejarse
arrebatar sus hijos y perder sus tesoros; y amputaciones tan crueles como el pago en
pesetas de las Cubas y del Exterior, se han sufrido sin una queja por las clases medias,
siempre las más prontas y mejor habilitadas para la resistencia y el ruido.
En vano la prensa de gran circulación, alentada por los éxitos logrados en sucesos de
menor monta, se ha esforzado en mover la opinión, llamando a la puerta de las pasiones
populares, sin reparar en medios y con sobradas razones muchas veces en cuanto se
refiere a errores, deficiencias e imprevisiones de gobernantes: todo ha sido inútil y con
visible simpatía mira gran parte del país la censura previa, no porque entienda defiende
el orden y la paz, sino porque le atenúa y suaviza el pasto espiritual que a diario le
sirven los periódicos y los pone más en armonía con su indiferencia y flojedad de
nervios. No hay exageración en esta pintura, ni pesimismo en deducir de ella, como en
el clásico epigrama,
que una cosa tan bellaca
no puede parar en bien.
Que contemplen tal y tan notorio estrago los extraños con indiferencia, y que lo señalen
y lo hagan constar los que pudieran ser herederos de nuestro patrimonio con delectación
poco disimulada, se explica: pero los que tienen por oficio y ministerio la dirección del
estado no cumplirán sus más elementales deberes si no acuden con apremio y con
energía al remedio, procurando atajar el daño con el total cambio del régimen que ha
traído a tal estado el espíritu público.
Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y
sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre
los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las
formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y
burla.
No hay que fingir arsenales y astilleros donde sólo hay edificios y plantillas de personal
que nada guardan y nada construyen: no hay que suponer escuadras que no maniobran
ni disparan, ni citar como ejércitos las meras agregaciones de mozos sorteables ni
empeñarse con conservar más de lo que podamos administrar sin ficciones desastrosas,
ni prodigar recompensas para que se deduzcan de ellas heroísmos, y hay que levantar a
toda costa, y sin pararse en amarguras y sacrificios y riesgos de parciales disgustos y
rebeldías, el concepto moral de los gobiernos centrales, porque si esa dignificación no
se logra, la descomposición del cuerpo nacional es segura.
El efecto inevitable del menosprecio de un país respecto de su Poder central es el mismo
que en todos los cuerpos vivos produce la anemia y la decadencia de la fuerza cerebral:
primero, la atonía, y después, la disgregación y la muerte. Las enfermedades dice el
vulgo, que entran por arrobas y salen por adarmes, y esta popular expresión es harto
más visible y clara en los males públicos.
La degeneración de nuestras facultades y potencias tutelares ha desbaratado nuestra
dominación en América y tiene en grave disputa la del Extremo Oriente; pero aún es
más grave que la misma corrupción y endeblez del avance de las extremidades a los
organismos más nobles y preciosos del tronco, y ello vendrá sin remedio si no se
reconstituye y dignifica la acción del Estado. Engañados grandemente vivirán los que
crean que por no vocear los republicanos en las ciudades, ni alzarse los carlistas en la
montaña, ni cuajar los intentos de tales o cuales jefes de los cuarteles, ni cuidarse el país
de que la imprenta calle o las elecciones se mixtifiquen, o los Ayuntamientos exploten sin ruido las concejalías y los Gobernadores los juegos y los servicios, está asegurado el
orden y es inconmovible el Trono, y nada hay que temer ya de los males interiores que a
otras generaciones afligieron. Si pronto no se cambia radicalmente de rumbo, el riesgo
es infinitamente mayor, por lo mismo que es más hondo´ y de remedio imposible, si se
acude tarde ; el riesgo es el total quebranto de los vínculos nacionales y la condenación,
por nosotros mismos, de nuestro destino como pueblo europeo y tras de la propia
condenación, claro es que no se hará esperar quien en su provecho y en nuestro daño la
ejecute.