Manifiesto de Paris

Mientras en España existió una aparente normalidad política, yo me limité en algunas ocasiones a dirigirme a mis partidarios, no ciertamente con el ánimo de exaltarles a una nueva guerra civil, que bien probado está como en todo momento prestamos el mayor apoyo a la defensa del orden, sino para marcarles ciertas orientaciones y defender mis derechos. Mas ahora, por primera vez en mi vida, me dirijo no sólo a mis leales, en quienes siempre tengo puestas mis esperanzas y cari~ ños, doblemente leales en estos momentos en que se han producido significativas defecciones, sino a todo el Pueblo español, creyendo cumplir un deber de conciencia y de patriotismo, salvando con ello la responsabilidad que yo pudiera contraer ante la historia, con un deliberado silencio en momentos tan críticos para España.

Desde sus comienzos he seguido con vivo interés los acontecimientos políticos que provocó el golpe de Estado de 1923. El Directorio militar se dio a sí mismo un plazo máximo de actuación, el preciso para encauzar la vida nacional, y yo aguardé con fundadas esperanzas que, cumplida esta misión transitoria, el país encontraría una fórmula de Gobierno permanente y salvadora. Expiró el plazo marcado y se hizo otro nuevo, y desde este momento, ya con menos fe en los designios de la Dictadura, comencé a analizar sus actos, y aún llegué a la fuente de su origen. Me convencí entonces de que un Gobierno que nacía con un pecado, el de desviar la conciencia nacional del proceso de responsabilidades de Marruecos, siquiera disimulase después este propósito enjuiciando al ex Alto Comisario, al que yo pienso que España debe gratitud y de cuyo proceso no he comprendido los resultados; un Gobierno que de un modo ligero cargaba todas las culpas de la vieja política sobre un hombre solo, de cuyas acusaciones aún esperamos las pruebas; un Gobierno que se entretenía en hacer más hondas las divisiones de orden político que había creado en los pueblos la arbitrariedad caciquil, y que mientras se empleaba su justicia en pequeñas minucias aldeanas y encarcelaba a modestos funcionarios, no tenía el valor de acometer el proceso de las fundamentales responsabilidades del viejo régimen, no podía tener ni la fuerza, ni la eficacia, ni ?el desinterés necesario para realizar un cambio de política útil para el país.

Así vimos que, al poco tiempo, los males todos del viejo régimen se agravaron, y que, por no remediarse, ni se remedió siquiera la política de nuestro Protectorado marroquí, no consiguiendo el Ejército las vindicaciones de honor a que tenía derecho, ni el pueblo las economías y la paz que le serán debidas, después de tantos años de estériles sacrificios.

Claro está que si el Directorio militar fracasaba en aquello que, por razones de oficio, debía estar mejor preparado, no era probable que acertase a resolver los problemas de orden político y social a los que, en buena doctrina, el Ejército no debe nunca acercarse si no es para servirle de seguridad y para mantener las garantías de pureza y eficacia.

Desde hace dieciocho meses, los que hemos seguido atenta y dolorosamente el desarrollo de los acontecimientos españoles, hemos visto que poco a poco la vida nacional iba quedando paralizada. Un problema nos interesaba especialmente, y en él fundábamos las mejores esperanzas en el nuevo Gobierno: el de las aspiraciones de orden regional, aspiraciones que yo siempre he defendido en su sentido más amplio por juzgarlas legítimas y porque en su solución creo que se halla la fórmula para constituir una fuerte nacionalidad. Tampoco este problema, a pesar de las terminantes promesas, fue resuelto, y aún podríamos decir que se ha agudizado en virtud de una lista de agravios y de medidas tan injustificadas como violentas para los sentimientos regionalistas españoles, y muy especialmente para los sentimientos de Cataluña. Pero junto a tales equivocaciones, he de señalar otros síntomas más graves. Aprovechándose de esta paralización de la máquina administrativa, una parte de las clases conservadoras del país, los hombres más obligados a moverse de un modo ejemplar, acometieron empresas de orden financiero en las que el Gobierno, con torpeza manifiesta y con daño para el Tesoro, entregaba importantes servicios públicos a la explotación privada, no guardando en los concursos, no ya los preceptos de la ley, si no ni siquiera las reglas más elementales del decoro. En su protección a tales empresas, que habían de crearse y funcionar sin que opinasen las Cortes y con toda la garantía de la Constitución en suspenso, el Gobierno llegó a defenderlas con la censura militar, para que las gentes no pudieran, por medio de la Prensa, conocer sus propósitos, discutir su utilidad; en una palabra, aquilatar en una crítica libre sus ventajas e inconvenientes.

En realidad, tales consecuencias no son sino derivaciones del régimen caído, y el tiempo ha demostrado que al derrumbarse éste, se derrumbó lo que era su expresión más íntima, la Constitución del Estado y la propia Monarquía, que, en vano, lucha por mantenerse sobre los estragos y las ruinas que ella misma, frívolamente, ha hecho más hondas e irremediables.

Convencido como estoy de que para la actual Monarquía española no hay salvación posible, y que es ya demasiado tarde para volver por su prestigio y para restablecer un régimen constitucional, que el mismo jefe del Estado ha abandonado, demostrando la escasa convicción que le mantuviera, yo no veo en estos momentos para España sino dos soluciones: una puramente hipotética, la instauración de una República democrática; para que esta solución tuviese realidad, seria necesaria una conciencia republicana en la mayoría de la opinión; una masa de hombres activos que secundasen el movimiento, y unos directores que le dieran forma y orientaciones políticas. Nada de esto, a mi juicio, existe. La otra solución no seria propiamente una solución, sino una disolución. El país tendría que perecer en la anarquía. Cualquiera de estos dos desenlaces llegaría de un modo inopinado y violento, sin que la voluntad nacional pudiera exteriorizar sus deseos, después de una libre meditación, y con cualquiera de ellos el pueblo español, que tiene ideales de paz, de trabajo y de justicia, sufriría, tras la dictadura militar, la consecuencia de otra dictadura, de seguro más violenta y peligrosa.

Estas consideraciones son principalmente las que me han impulsado a dirigirse al pueblo español, con el pensamiento más elevado de que soy capaz y el más puro sentimiento del deber, y haciendo en estos momentos críticos para la vida española una manifestación de existencia pública y una profesión de fe.

Creo que he dado pruebas repetidas de no haber tenido ambiciones de orden personal, ni de haberme movido por otros estímulos que los que me inspiraba mi amor a España. Si yo creyera que en el cumplimiento de los deberes pudiera caber sacrificio, yo diría que para mí el ser Rey de España constituiría el mayor sacrificio de mi vida; pero por esto mismo los impulsos de mi deber han de ser más fuertes e inflexibles, y mi deber me dicta en la hora presente que yo he de ofrecerme a mi país de un modo absoluto.

Si el pueblo español, en el momento de liquidarse el régimen caído, cree que yo puedo prestar un servicio a España preparando el paso a una situación política definitiva, yo, que he visto de cerca cómo se gobiernan los pueblos más fuertes y prósperos de Europa, ofrezco, con la ayuda de Dios, cumplir de un modo íntegro la voluntad de los españoles, que podría manifestarse en la forma más conveniente para la garantía de su verdad y eficacia, garantías que serían dentro de la tradición española. Pienso que en el momento de la definitiva liquidación del régimen puede ser mi concurso una solución de paz, que de tiempo a la reflexión serena sobre las nuevas normas políticas que han de regir al pueblo español en lo porvenir.

Y dirigiéndome al pueblo, claro es que me dirijo también al Ejército, pueblo también, y al que consagré también quizás los entusiasmos mayores de mi vida. Al Ejército español, cuyas virtudes militares admiro, le invito a una meditación sobre su responsabilidad en la consecuencia que la actual política puede tener para España. No conviene que el día que todo caiga en un inevitable desprestigio, el Ejército español perezca también en la caída, sin haber facilitado al país una solución salvadora. Yo, que serví en el Ejército de Rusia, en el que existían oficiales valientes, entusiastas y bien preparados, y soldados sufridos, fuertes y disciplinados, como los españoles, sé algo de lo que significa el derrumbamiento de una institución que debe ser suprema garantía de las libertades públicas y de las leyes. Medite, pues, el Ejército español el peligro inminente a que está expuesto.

Y con el Ejército, mediten las clases directoras del país, de las que no excluyo a aquellos elementos políticos que, aun habiendo actuado en el viejo régimen, mostraron en muchas ocasiones inteligencia y patriotismo. En suma, todos los hombres deseosos de encontrar la solución más favorable al interés nacional, piensen serenamente si algún día este ofrecimiento mío puede ser útil para España. Con esta declaración pública y con este llamamiento a todas las fuerzas del país, creo cumplir el deber más elevado de mi vida, respondiendo a las tradiciones que me están confiadas y también ajustando mi conducta al futuro juicio de la Historia.

Enviado por Enrique Ibañes