En el Cine Madrid

Estos que veis aquí con camisas azules y cordones rojos y negros son los camaradas que integran el Consejo Nacional. Durante dos días han estado trabajando en abnegado silencio y han conseguido elaborar con la precisión que es el premio de las tareas en que se pone el alma declaraciones fundamentales para nuestro movimiento. Esos que casi no veis allá, esos que se pierden en la penumbra del local más grande de Madrid, son todos los que vienen a deciros, con su presencia y con su asistencia, que creen en el porvenir de nuestras flechas y nuestros yugos y en la eficacia de las verdades que, en silencio abnegado, ha puesto en orden el Consejo. Felices los que gozamos juntos de esta alta temperatura espiritual. Felices los que tenemos este refugio contra la dispersión y contra la melancolía del ambiente, porque fuera de aquí, en otras partes, en esa especie de gran cinematógrafo nacional, más pequeño que éste y seguramente en vísperas de clausura, que se llama Congreso de los Diputados, es tal ya la melancolía, es tal el tedio que se siente, está ya, después de esa bazofia turbia que acabamos de tragamos hace unos días, y de la que han tratado de darnos varias raciones más, está ya el ambiente tan muerto, que los que concurrimos a ese ámbito hemos perdido en nuestros estómagos hasta la aptitud para la náusea. Aquello se cae a pedazos, se muere de tristeza, todo es aire de pantano insalubre, todo es barrunto de una muerte próxima y sin gloria. ¿No notáis que se respira una atmósfera semejante a la de aquellos días últimos de 1930, en que ya preveíamos todos la proximidad de una sima? Esto se muere, y se muere después de una vida de esterilidad. Acaso tal muerte constituya una sorpresa para algunos; pero vosotros, los que asististeis al mitin del teatro de la Comedia el 29 de octubre de 1933, oísteis este vaticinio, que, para no dejarnos mentir, anda en letras de molde; oísteis el vaticinio que decía: «En estas elecciones, votad lo que os parezca menos malo; pero no saldrá de ahí nuestra España, ni está ahí nuestro, marco. Esa es una atmósfera turbia, cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada»». Ya veis, después de dos años, que no me equivoque. Después de todo, si no ocurriera más que eso, que se acabara ese tinglado cuyo derrumbamiento todos hemos previsto, y hemos apetecido muchos, nosotros no tendríamos nada que hacer ante el espectáculo. Pero no es esto sólo. Es que, en vísperas de hundimiento, tiene que acongojamos la pregunta: ¿Y qué vendrá después? Este noviembre de 1935, tan semejante al diciembre de 1930, ¿qué es lo que anuncia? ¿La vuelta de las formas caídas? No creo que la espere nadie. ¿La vuelta de Azaña, y digo Azaña para personificar a las izquierdas republicanas? No lo creáis. Azaña tuvo una ocasión ciertamente envidiable; tuvo una ocasión en que se encontraron en sus manos estos dos prodigiosos ingredientes: de una parte, la fe colectiva, abierta, dócil, y un pueblo en trance de alegría; de otra parte, unas nada comunes dotes de político, un extraordinario desdén por el aplauso, una privilegiada precisión dialéctica. Eso tuvo Azaña, y por eso pudo haber trazado las líneas de una gran época histórica. Pero le faltó una cosa esencial: le faltó el alma cálida que percibió Ortega y Gasset en otro hombre de Estado español; le faltó el alma cálida, y en vez de haber aprovechado aquello para infundir un aliento común, una fe colectiva a la España, blanda como la cera, que tenía en las manos, se entretuvo en un diabólico esteticismo, como de tortura asiática; llevó a España casi a la locura, casi a la desesperación, y de esa suerte, España, en vez de aprovechar su coyuntura de alegría, se fue dividiendo, se fue encolerizando, se fue llenando de rencor de unos contra otros. Al fin, cayó aquello, y España volvió a sentirse libre, como quien sale de una red o de una cárcel. Azaña no tendría ahora las masas del 14 de abril, las masas ingenuas y alegres del 14 de abril. Si ahora viniera Azaña, sería sobre el lomo de otras masas harto, distintas, de las masas torvas, rencorosas, envenenadas por los agentes españoles del bolcheviquismo ruso. Y contra esas masas, que ya no serían dócil instrumento en las manos de su rector, sino torrente que le desbordase y le sometiera a su arbitrio; contra esas masas, el esteticismo elegante y estéril de Azaña no podría ni poco ni mucho. No creáis que exagero. La censura y otras instituciones nos permiten vivir rodeados como de un halo color de rosa; pero en algunas provincias españolas no hay censura, y aun donde la hay, todos los domingos se celebran mítines socialistas. Id a ellos; ya veréis cómo vienen de suaves y tolerantes las masas socialistas; puños en alto, aclamaciones a Largo Caballero y a González Peña; glorificación de la tragedia de Asturias, que, para no estar falta de nada repugnante, tuvo hasta el contubernio con el separatismo. Eso todos los domingos, eso en todos los periódicos socialistas y comunistas que se publican en España. Ved este libro: Octubre. Es un documento oficial que contiene, avaladas por la firma del presidente de las juventudes socialistas de España, las conclusiones políticas de la entidad. Y estas conclusiones, que no necesitan comentarios, son simplemente del tenor que sigue: «»Por la bolchevización del partido socialista»». «»Por la transformación de la estructura de partido en un sentido centralista y con un aparato ¡legal.»» «»Por la propaganda antimilitarista.»» «»Por la derrota de la burguesía y el triunfo de la revolución bajo la forma de la dictadura proletaria.»» Por la reconstrucción del movimiento obrero internacional sobre la base de la revolución rusa.»» Esto es lo que se dice en tono oficial por las juventudes socialistas, que en la actual disgregación del partido van ganando cada vez posiciones más fuertes; esto es lo que os espera, burgueses españoles y obreros españoles, si triunfa otra vez, bajo un disfraz u otro, la revolución de nuestros marxistas. Todo esto encierra la amenaza de un sentido asiático, ruso, contradictorio con toda la manera occidental, cristiana y española de entender la existencia. El movimiento ruso no tiene nada que ver con aquella primavera sentimental de los movimientos obreros; el comunismo ruso viene a implantar la dictadura del proletariado, la dictadura que no ejercerá el proletariado, sino los dirigentes comunistas servidos por un fuerte Ejército rojo; la dictadura que os hará vivir de esta suerte: sin sentimientos religiosos, sin emoción de patria, sin libertad individual, sin hogar y sin familia. En Rusia, sabedlo, ya no existe el hogar; quizá otras veces os hayan presentado un aspecto más duro, más sangriento, del régimen ruso; pero ved si vosotros, españoles, con alma de hombres libres, soportáis esto: el Estado ruso se afana en proporcionar a los obreros sanatorios donde se curen, granjas donde reposen de sus fatigas; sí, trata de hacerlo y lo hace en algunas ciudades, pero les niega aquella libertad que ha de tener todo hombre para elegir su propio reposo. Un obrero como el español no podría irse los domingos con su familia al campo para comerse la merienda en paz y en gracia de Dios, porque el Estado ruso, que lo organiza todo como un hormiguero, los obliga a ir a campos de reposo y a pasar sus vacaciones en tales sitios de esparcimiento. Sólo este horror de que tengamos que comer en los comedores colectivos y no saber lo que es el hogar familiar, sólo este horror de que tengamos que divertirnos técnica y sistemáticamente en lugares en que probablemente no se divierte, nadie, sólo este horror, a cualquier burgués español, a cualquier obrero español le escalofrío. El régimen ruso en España sería un infierno. Pero ya sabéis por Teología que ni siquiera el infierno es el mal absoluto. Del mismo modo, el régimen ruso no es mal absoluto tampoco: es, si me lo permitís, la versión infernal del afán hacia un mundo mejor. Si se tratara solamente de una extravagancia satánica, del capricho de unos cuantos ideólogos, es cierto que el régimen ruso no llevaría dieciocho años de existencia ni constituiría un grave peligro. Lo que ocurre es que el régimen ruso ha venido a nacer en el instante en que el orden social anterior, el orden liberal capitalista, estaba en los últimos instantes de su crisis y en los primeros de su definitiva descomposición. Ya vosotros sabéis de antiguo cómo distinguimos nosotros entre la propiedad y el capitalismo. Si alguna duda hubiera, las palabras de Raimundo Fernández Cuesta, que eran todas de luz, lo hubieran puesto suficientemente en claro. Yo os invito, para que nunca más pueda jugarse con la ambigüedad de estas palabras, a que me sigáis en el siguiente ejemplo: imaginad un sitio donde habitualmente se juegue a algún juego difícil. En esta partida se afanan todos, ponen su destreza, su ingenio, su inquietud, hasta que un día llega uno más cauto que ve la partida y dice: «»Perfectamente; aquí unos ganan y otros pierden; pero los que ganan y los que pierden necesitan para ganar o perder esta mesa y estas fichas. Bien: pues yo, por cuatro cuartos, compro la mesa y las fichas, se las alquilo a los que juegan y así gano todas las tardes»». Pues éste, que sin riesgo, sin esfuerzo, sin afán ni destreza, gana con el alquiler de las fichas, éste es el capital financiero. El dinero nace en el instante en que la economía se complica hasta el punto de que no pueden realizarse las operaciones económicas elementales con el trueque directo de productos y servicios. Hace falta un signo común con que todos nos podamos entender, y este signo es el dinero; pero el dinero, en principio, no es más que eso: un denominador común para facilitar las transacciones. Hasta que llegan quienes convierten a ese signo en mercancía para su provecho, quienes, disponiendo de grandes reservas de este signo de crédito, lo alquilan a los que compran y a los que venden. Pero hay otra cosa: como la cantidad de productos que pueden obtenerse, dadas ciertas medidas de primera materia y trabajo, no es susceptible de ampliación; como no es posible para alcanzar aquella cantidad de productos disminuir la primera materia, ¿qué es lo que hace el capitalismo para cobrarse el alquiler de los signos de crédito? Esto: disminuir la retribución, cobrarse a cuenta de la parte que le corresponde a la retribución del trabajo en el valor del producto. Y como en cada vuelta de la corriente económica el capitalismo quita un bocado, la corriente económica va estando cada vez más anémica y los retribuidos por bajo de lo justo van descendiendo de la burguesía acomodada a la burguesía baja, y de la burguesía baja al proletariado, y, por otra parte, se acumula el capital en manos de los capitalistas; y tenemos el fenómeno previsto por Carlos Marx, que desemboca en la Revolución rusa. Así, el sistema capitalista ha hecho que cada hombre vea en los demás hombres un posible rival en las disputas furiosas por el trozo de pan que el capitalismo deja a los obreros, a los empresarios, a los agricultores, a los comerciantes, a todos los que, aunque no lo creáis a primera vista, estáis unidos en el mismo bando de esa terrible lucha económica; a todos los que estáis unidos en el mismo bando, aunque a veces andéis a tiros entre vosotros. El capitalismo hace que cada hombre sea un rival por el trozo de pan. Y el liberalismo, que es el sistema capitalista en su forma política, conduce a este otro resultado: que la colectividad, perdida la fe en un principio superior, en un destino común, se divida enconadamente en explicaciones particulares. Cada uno quiere que la suya valga como explicación absoluta, y los unos se enzarzan con los otros y andan a tiros por lo que llaman ideas políticas. Y así como llegamos a ver en lo económico, en cada mortal, a quien nos disputa el mendrugo, llegamos a ver en lo político, en cada mortal, a quien nos disputa el trozo de poder, la parte de poder que nos asignan las constituciones liberales. He aquí por qué, en lo económico y en lo político, se ha roto la armonía del individuo con la colectividad de que forma parte, se ha roto la armonía del hombre con su contorno, con su patria, para dar al contorno una expresión que ni se estreche hasta el asiento físico ni se pierda en vaguedades inaprehensibles. Perdida la armonía del hombre y la patria, del hombre y su contorno, ya está herido de muerte el sistema. Concluye una edad que fue de plenitud y se anuncia una futura Edad Media, una nueva edad ascensional. Pero entre las edades clásicas y las edades medias ha solido interponerse, y éste es el signo de Moscú, una catástrofe, una invasión de los bárbaros. Pero en las invasiones de los bárbaros se han salvado siempre las larvas de aquellos valores permanentes que ya se contenían en la edad clásica anterior. Los bárbaros hundieron el mundo romano, pero he aquí que con su sangre nueva fecundaron otra vez las ideas del mundo clásico. Así, más tarde, la estructura de la Edad Media y del Renacimiento se asentó sobre líneas espirituales que ya fueron iniciadas en el mundo antiguo. Pues bien: en la revolución rusa, en la invasión de los bárbaros a que estamos asistiendo, van ya, ocultos y hasta ahora negados, los gérmenes, de un orden futuro y mejor. Tenemos que salvar esos gérmenes, y queremos salvarlos. Esa es la labor verdadera que corresponde a España y a nuestra generación: pasar de esta última orilla de un orden económico social que se derrumba a la orilla fresca y prometedora del orden que se adivina; pero saltar de una orilla a otra por un esfuerzo de nuestra voluntad, de nuestro empuje y de nuestra clarividencia; saltar de una orilla a otra sin que nos arrastre el torrente de la invasión de los bárbaros. Esta pérdida de armonía del hombre con su contorno origina dos actitudes: una, la que dice: «»Esto ya no tiene remedio; ha sonado la hora decisiva para el mundo en que nos tocó nacer, y no hay sino resignarse, llevar a sus últimas consecuencias la dispersión, la descomposición»». Es la actitud del anarquismo: se resuelve la desarmonía entre el hombre y la colectividad disolviendo a la colectividad en los individuos; todo se disgrega como un trozo de tela que se desteje. Otra actitud es la heroica: la que, rota la armonía entre el hombre y la colectividad, decide que ésta haga un esfuerzo desesperado, para absorber a los individuos que tienden a dispersarse. Estos son los Estados totales, los Estados absolutos. Yo digo que si la primera de las dos soluciones es disolvente y funesta, la segunda no es definitiva. Su violento esfuerzo puede sostenerse por la tensión genial de unos cuantos hombres, pero en el alma de esos hombres late, de seguro, una vocación de interinidad; esos hombres saben que su actitud se resiste en las horas de tránsito, pero que, a la larga, se llegará a formas más maduras en que tampoco se resuelva la disconformidad anulando el individuo, sino en que vuelva a hermanarse el individuo en su contorno por la reconstrucción de esos valores orgánicos, libres y eternos, que se llaman el individuo, portador de un alma; la familia, el Sindicato, el Municipio, unidades naturales de convivencia. Tal misión es la que ha sido reservada a España y a nuestra generación, y cuando hablo de nuestra generación, ya entenderéis que no aludo a un valor cronológico; eso sería demasiado superficial. La generación es un valor histórico y moral; pertenecemos a la misma generación los que percibimos el sentido trágico de la época en que vivimos, y no sólo aceptamos, sino que recabamos para nosotros la responsabilidad del desenlace. Los octogenarios que se incorporen a esta tarea de responsabilidad y de esfuerzo pertenecen a nuestra generación; aquellos, en cambio, por jóvenes que sean, que se desentiendan del afán colectivo, serán excluidos de nuestra generación como se excluye a los microbios malignos de un organismo sano. Esta conciencia de la generación está en todos nosotros. Y, sin embargo, andamos ahora partidos en dos bandos, por lo menos…; andan partidos en dos bandos los de fuera de Falange: la izquierda y la derecha. ¿Qué es la juventud de izquierda? Es la que creyó en el 14 de abril de 1931. ¿Qué es la juventud de derecha? Es la que creyó en el 19 de noviembre de 1933. Pero fijaos en que aquella juventud de izquierda fue la primera en declararse defraudada cuando, lo que pudo ser ocasión nacional del 1931, se resolvió en una ocasión rencorosa de represalia zafia, persecutoria y torpe, en que pronto se sobrepuso a la alegría colectiva del 14 de abril el viejo anticlericalismo sectario y pestilente de los Albornoces y de los Domingos. Y la juventud de noviembre de 1933 también llevaba en el alma la convicción de que salía de aquella tortura del primer bienio para entrar, a la carrera, cuesta arriba, en una ocasión nacional y reconstructora; pero a ella también se le ha metido en el alma el desaliento cuando la ocasión revolucionaria de Asturias y Cataluña, en vez de tener el desenlace limpio y tajante que exigían todos, se ha disuelto en trámites y componendas inacabables, y cuando aquellos propósitos de justicia social que se agitaban en la propaganda, han tenido que sacrificarse por necesidades políticas al burdo egoísmo de los caciques que se llaman agrarios. Desbordando sus rótulos, los muchachos de izquierda y derecha que yo conozco han vibrado juntos siempre que se ha puesto en juego algún ansia profunda y nacional. Yo he visto a los diputados jóvenes de derechas que se sientan cerca de mí, físicamente, en el Parlamento, felicitarme cuando me opuse a aquel monstruoso retroceso de la contrarreforma agraria, y he visto a los jóvenes de izquierdas felicitarme cuando he denunciado en público la inmoralidad y el estrago de cierto par

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