La cuestión clerical

La situación es que ninguna personalidad

jurídica, ninguna casa,

ningún instituto religioso

puedan establecerse en España

sin cumplir los trámites de la

ley de Asociaciones de 1887. Pero

es verdad también que de la negociación

aparece que los elementos más autorizados

para representar la opinión religiosa en España

entienden que la ley de 1887, tal como está

escrita, es incompatible con las condiciones

especialísimas en que nacen, viven y se desenvuelven

las instituciones religiosas, mientras

ciertos juristas pretenden que dentro de esas

mismas condiciones y normas pueden vivir.

De ahí una aspiración natural: la aspiración

en unos a que no tengan ley especial ninguna,

sino que vivan como procedentes de la institución

canónica, y la de otros de que se haga

una ley especial que se ajuste a las condiciones

que necesitan para desenvolverse las asociaciones

religiosas.

Nosotros dijimos: “Vamos de acuerdo con

Roma a examinar y ver cómo se puede, no

diré podar, porque el verbo parecería agresivo,

pero sí suprimir algunas, y vamos a poner,

mientras negociamos, un valladar, un límite,

para que no se establezcan nuevas casas”; nuevas

casas de instituciones religiosas. Y eso lo

insinuamos, y lo dijimos claramente en las negociaciones,

sin dar lugar, no ya a protestas,

pero ni siquiera a reparos ni observaciones,

de la curia romana. De modo que habíamos

anunciado el propósito de que eso que conocía

Roma y que no discutió siquiera, íbamos

a hacerlo, o por disposición ministerial, o por

preceptos emanados de la autoridad gubernativa,

o por una ley, y dijimos, después de meditarlo:

por una ley, porque si nosotros estuviéramos

equivocados, si el juicio nuestro

acerca del exceso de las órdenes religiosas y

de la necesidad de atajar su desenvolvimiento

no fuera compartido por una fuerza suficiente

para gobernar en España, no queremos

sustituir a esa fuerza gobernante nuestro arbitrio

personal. Y hemos sometido nuestro juicio

a nuestro propósito, al fallo de la Cámara,

y especialmente, para el caso de ahora, al fallo

de la mayoría.

Bien está. ¿Es que esta ley puede constituir

un régimen? No; queda primero por definir si

las asociaciones religiosas que subsistan después

de esa negociación, sea en virtud de

acuerdo o por nuestra propia obra, se han de

regular por la ley de 1887, lo cual muchos representantes

de institutos religiosos creen imposible,

o en qué situación han de quedar.

Creo que hemos convenido ya todos en la necesidad

de una ley de Asociaciones, ley, lo digo

con sinceridad, que marcará un límite a la

vigencia de esta temporal y que es para alarmar,

lo reconozco, porque la malicia o las circunstancias

políticas, cosas que pueden nacer

de nuestra voluntad o que no dependan de

nuestro albedrío, podrían determinar que jamás

prospere esta prohibición temporal.

No se establecerán casas religiosas, sea cual

fuere la actitud de los gobernadores; de modo

que no habrá condescencias ni posibles negligencias,

sino que de hecho, sea cualquiera la

actitud del gobernador, no se establecerán

nuevas casas religiosas; y es el Gobierno el

que por sí toma bajo su cargo la responsabilidad

de no permitirlo y disolverlas si se crean

ilegalmente.

No puedo tratar en materia tan grave como

ésta sin tener la fuerza y autoridad (lo dije antes

con otro motivo y lo repito ahora) que un

elemento gobernante debe tener, porque si

soy un detentador precario provisional del poder

y no está detrás de mí una fuerza parlamentaria,

entonces pierden el tiempo al tratar

conmigo, porque yo necesito saber y que

otros sepan quiénes son mis mandantes, de

quién soy mandatario y qué fuerza política represento,

y eso no puedo hacerlo sino pidiéndoles

a las Cortes del reino y a mi país aquella

prueba de confianza necesaria para ir con autoridad

a la negociación, y como ya he declarado

que consideramos excesivo el número

de órdenes religiosas y seme ha dicho que ésta

es la opinión de algunos españoles, pero no

de muchos españoles, de la mayor parte de los

españoles, ni de la mayoría parlamentaria, como

he dicho que es necesario poner un dique

transitorio al establecimiento de las órdenes

religiosas, necesito un voto parlamentario, necesito

una ley, y creo que esta ley debe inspirarnos

a todos los liberales de buena voluntad

(de los maliciosos no hablo porque no los tomo

en cuenta para nada), inspirar al país liberal

la confianza de que dos años, fijemos el

plazo de dos años, si queréis, porque no he

redactado aún la enmienda, vamos a tener

una activa obra de negociación, si se puede

negociar, y de revisión gubernativa si no se

puede negociar, de elaboración de la nueva

ley de Asociaciones, límite que se marca para

lograr la independencia necesaria para realizar

esos trabajos, de modo que por motivos

de política interior y exterior necesitamos

eso.

No; no hay agravio alguno a la religión.

Creo más, lo dije la otra tarde y lo repito ahora;

creo que a quien más interesa sobre todo

acabar de una vez y que lleguemos a la definición

jurídica de las órdenes religiosas, de la

capacidad de las órdenes religiosas, es a la

Iglesia; porque el Estado, sobre todo si desenvuelve,

si activa las inquietudes populares, es

evidente que con estos debates, lo reconozco,

y con la política expansiva y de propaganda

que hace el Partido Liberal, se les hace perder

fuerza; pero la Iglesia la pierde en la contienda

y el Estado la gana; la pierde la Iglesia porque

va decayendo en la estimación, en el aprecio

y en el entusiasmo popular; primero, estas

instituciones, y después, lo que representan.

Yo no niego cierta solidaridad entre las órdenes

religiosas y los demás institutos de la

Iglesia. Eso es evidente. Aunque quisiera negarlo,

no podría sin hacerme agravio amí mismo.

A todos interesa vivir en armonía, vivir

en paz. Porque amíme dicen que lo he inventado,

y yo no he inventado el problema religioso

clerical en España; yo lo que he hecho es

verlo antes que otros; lo que he hecho es enterarme

de su gravedad antes que otros; lo que

he hecho es ser precursor, y ahora son ya muchos

los que me desbordan.

Ese problema está ahí, y mientras no se resuelva

no habrá obra legislativa de grandes alcances,

porque todas las pasiones, todas las

agitaciones, todas las convulsiones populares

irán a recaer ahí, a la vez que en la extrema

demagogia. ¿Qué camino cabe seguir? No cabe

más que uno de estos tres; o a nombre de la

religión se cohíbe la libertad de conciencia,

que hace imposible el Gobierno al Partido Liberal,

se aleja el elemento intelectual de España

de todo acceso al poder, al Gobierno y a

toda influencia activa o social, se destruye

eso, se arrasa eso, llamándolo heterodoxo e

ilegal, o los elementos que quieren proclamar

el enaltecimiento de la razón, el libre pensamiento,

el libre desenvolvimiento de la mentalidad

y de la cultura, acaban o procuran acabar

con la Iglesia.

Hay una tercera solución, que es ésta: todos

los que a un tiempo somos creyentes y somos

hombres modernos, los que nos llamamos liberales

y nos execran en catecismos que no

concibo, por malos católicos y malos ciudadanos,

constituir una fuerza social que diga a los

que explotan la religión que ellos no tienen

acceso en la vida moderna, que ellos son los

megatorios que estudian los paleontólogos;

decir a los radicales que aquí hay constituida

por hombres creyentes y morales, por hombres

amantes del orden social, una fuerza suficiente

para dar la batalla y cerrarles el paso,

que no nos arredran sus embates y que juntos

estaremos para defendernos de esta invasión

de barbarie anárquica y perturbadora, incompatible

con todo progreso y con toda estabilidad

social.

Enviado por Enrique Ibañes