La soberania de los pueblos

Bastante circunspecto Vuestra Merced por sí mismo, ha sido más y más ilustrado, los dos dignos diputados de España, que me han precedido. Oiga Vuestra Merced, por fin, a la América.
Sé muy bien dónde hablo, quién es el que viene a hablar y a quién estoy hablando. Hallóse en la tribuna del Congreso nacional de la poderosa Monarquía Española, en medio de todas las clases del Estado, y delante de los respetables Ministros de las potencias aliadas, atentos ahora todos, a mi balbuciente voz. Quisiera aun figurarme otro género de oyentes, un nuevo orden de circunstante público, que, soterrado bajo de este salón, sufriera el ardor y el peso de los sentimientos que la grandiosidad de la causa y los discursos anteriores me han inspirado… Si rodeado de sus armados satélites, el soberbio Bonaparte sacase bajo mis pies su amenazadora cabeza, con la misma serenidad, sí señor y acaso con más valentía, le dijera: «Â¡coronado Machiavello tiembla sobre el enorme, pero vacilante trono! Cuando el último de los españoles te habla así, qué te resta que esperar de la nación entera?»… Pero, felizmente, veo a la dócil gente castellana, a los venerables padres de la patria y al amado y adorado rey nuestro… Inviolables representantes del pueblo: ¡mirad y estremecéos! Ya tocáis el ápice de la sublime dignidad del hombre. Antes de ahora, grandes príncipes han sujetado sus causas a vuestra decisión soberana: ahora viene vuestro rey a ser por vosotros juzgado… ¡Qué de riesgos! ¡cuántas responsabilidades!

Interesantísimas proposiciones he oído. Todas deben examinarse, y aun la mía también: ¡tal es la gravedad del asunto! Primera proposición, del señor Barrull: que se declare nulo todo lo hecho y pactado por los reyes de España que están cautivos, y ceda en perjuicio del Estado. Segunda del señor Campany: que se declaren nulos todos los matrimonios que los mismos contraigan sin el consentimiento nacional. Tercera, del señor Oliveros, que nada se trate con los franceses, sin que primero evacúen la Península. Cuarta, del señor Pérez de Castro; que se extienda un decreto, intimando a todos los españoles la obligación de no obedecer las órdenes del rey, si se nos presenta rodeado de los enemigos o sus secuaces; y que se forme y circule un manifiesto que exponga y funde los derechos de esta generosa nación, en las peligrosas circunstancias actuales. Quinta, del señor Amer: hágase entender al pueblo, que las Cortes están obligadas y dispuestas a defender, a todo trance, la integridad e independencia de la monarquía. Sexta del señor Gallegos: declárese traidor a la patria, a todo el que propague, proteja o apruebe los decretos y proclamas que salgan a nombre del rey, mientras permanezca en poder o bajo el influjo de Napoleón. Séptima, finalmente, la mía: que Vuestra Merced así, como pocos días ha, ratificó su íntima alianza con la Gran Bretaña, también, y siguiendo el laudable ejemplo de la Junta Central que, cuando se acercaba un devastador ejército a las frágiles puertas de Madrid, y aunque esto no era necesario, pues una justa, general y simultánea revolución lo había decretado mucho antes, declaró solemnemente la guerra a Napoleón; ahora que estamos sobre el último borde la Península, y cuando tal vez se creerá que vamos a perecer oprimidos por el tirano, y ser, huyéndole, sumergidos en el océano, declare y ratifique una guerra eterna, no ya sólo al pérfido Napoleón y su raza, sino a toda la Francia misma y sus cobardes aliados; intimándolos, de una vez para siempre, que jamás oirá Vuestra Merced proposición alguna de capitulación o acuerdo, mientras Fernando VII, con toda su real familia, no sea restituido libre, al seno de su nación, desembarazada, en todos sus puntos, de las feroces huestes que la mancillan.
Atrevido parecerá mi pensamiento a algunos; pero los grandes, los indomables pueblos, a mayores reveses, a más inminentes peligros, oponen más entera constancia, más osadas resoluciones. Grande es la causa, y el sólo tratarla, no puede menos de inspirar grandes ideas. Los que se han manifestado en este augusto Congreso, lo son, no tanto por la santidad de los designios y la nobleza del valor que respiran, cuanto por la solidez de las verdades en que se fundan; pues nacen y se demuestran por las brillantísimas fuentes de la justicia, de la experiencia y de la política.
La justicia, no es más que la exacta proporción entre el deber y su desempeño. Pero, ¿cuál es el deber de los reyes? ¿Cuál el de los pueblos? Erigiéronse aquellos para que cuidaran de éstos; pues éstos no fueron creados por el imparcial cuanto omnipotente autor de la naturaleza, para el servicio de ningún hombre. ¿Y quién ignora que, siendo todos iguales, pues constan de iguales principios, las respectivas necesidades e insuficientes recursos de cada uno, les inspiraron a muchos la idea de unirse y de oponer a sus comunes enemigos y males, la conjunta fuerza e industria de todos; conviniéndose para reconcentrarlas y darles actividad y energía, en depositar en una o pocas personas el saludable ejercicio del poder y derechos populares, conforme a los pactos y reglas que voluntariamente establecieron? Sacrificaron, pues, la gente una pequeña parte de su libertad, para conservar tranquilos el resto; y, prestando obediencia a unos jefes, cuya subsistencia y respetos aseguraban, les impusieron la obligación de dirigirlas al bien común, y de velar y sacrificarse por ellas. Tal es el origen de la Sociedad. En la Tierra y entre los escarmentados hombres nació: Jamás han llovido reyes del cielo; y es propio sólo de los oscuros y aborrecidos tiranos, de esas negras y ensangrentadas aves de rapiña, el volar a esconderse entre las pardas nubes, buscando sacrílegamente en el trono del Altísimo los rayos desoladores del despotismo en que transforman su precaria y ceñidísima autoridad, toda destinada, en su establecimiento y fin, a la felicidad general.
Bien persuadidos de esto, los españoles, desde la fundación de la monarquía, han regulado la institución y sucesión de sus reyes, por el solo santo principio de ser la suprema, la única inviolable ley, la salud del estado. Así es que, en Aragón se les decía, al colocarlos sobre el trono: nosotros, que cada uno por sí somos iguales a vos, y todos juntos muy superiores a vos, etc., y la corona de Castilla no dejó la augusta frente de los infantes de la Cerda, para ceñir la del príncipe don Sancho, su tío; ni el conde de Trastamara fue preferido al legítimo sucesor don Pedro el Cruel (de cuyos troncos desciende, y por cuya sucesión reinan los Borbones de España) sino por la utilidad y exigencia públicas, manifestada la decisiva voluntad de las Cortes, aunque débil representación entonces de la soberanía del pueblo… ¿Quién es, pues, entre nosotros el rey? El primero de los ciudadanos, el padre de los pueblos, el supremo administrador del Estado, responsable esencialmente a la nación, de sus desgracias y desaciertos y deudor a cualquier súbdito, de la seguridad, la justicia y la paz. ¿Sería, después de esto, justicia que, por llevar adelante las funestas consecuencias de la involuntaria situación lastimosa de un príncipe tan inexperto como amable, se perdiese la Nación Española? Pregunto: ¿representándonos en la mano del destino un pero equilibrado; si en un platillo se pone un hombre; y en otro, veinticinco millones de ellos, a que lado se inclinará la balanza?… Mas: aun prescindiendo de la justicia inherente de la naturaleza de las cosas, y atendiendo sólo a la que dan las circunstancias de los sucesos, vuelvo a preguntar: ¿si en una dolorosa, pero inevitable coyuntura, hubiese de perecer un hombre a quien nada deben los pueblos, aparte de la compasión y el respeto consiguiente a su desventura y persecuciones no merecidas, a trueque de que no perezca una nación generosa que está heroicamente sacrificándose por aliviarle, debería ésta perderse, porque no dejasen de triunfar los caprichos, la ignorancia o la flaqueza de aquel?… ¡Ah! perezca una y mil veces por la salud de su pueblo, a quien le debe tanto amor, tantas privaciones y tantas vidas… Y pues a nombre de él se exige, tres años ha, de todos los españoles, que estén siempre dispuestos a perecer antes que recibir otro rey, la inflexible justicia pide a Vuestra Merced que ya no se tarde más en declarar, de una vez, que este rey mismo debe perecer y ser sacrificado, antes que concurrir a sacrificar, con la más negra ingratitud, a la benemérita España, mártir, sin ejemplo, de lealtad y de honor.
Por esta misma resolución clama la voz de la experiencia. No hablo de aquella que es fruto de los acontecimientos de todos los siglos, sino de la hija de nuestros propios estudios: de la que siéndonos más dolorosa, debe hacer más impresión. ¿A qué fin acudir a la historia, cuando tenemos a la vista el mayor de los tiranos y el más dócil de los príncipes? ¿Por qué nos hallamos en este sitio, reducida la España libre, a tan estrechos rincones? porque nuestro joven monarca en el lleno de su candor, besó la cadena con que un falso amigo le ataba, y corrió precipitado a perderse… ¡Ojalá hubiera escuchado los ruegos del pueblo fiel que, previendo la triste suerte que le esperaba, no temió incurrir en su desagrado, por hacerse acreedor a su agradecimiento!… ¡Nobles vecinos de Victoria! ¡Heroica plebe de Madrid; reina de todos los pueblos! ¡Cuánto de amargura y sangre os costó la respetuosa, pero imperturbable entereza con que os arrojasteis a detener el despeño de vuestro rey! Dijo que iba a traernos la felicidad… y no volvimos a verle… ¿Cómo había de volver del lago de los leones, de ese averno donde no hay redención? Pero, aun cuando hubiérese vuelto a nosotros, ¿qué felicidad podía traernos, de la mazmorra de la esclavitud, de la fragua de los fraudes, la impiedad y la muerte? ¿No vio toda la Europa, empeñado al tirano común en obligar a Fernando a publicar que restituía, como si fuere robada, una corona que había pasado a sus sienes por la abdicación más espontánea y justa? ¿Ignora Vuestra Merced lo que en el palacio de Aranjuez pasó, en su memorable revolución entre el astuto Beaujarnais y el desgraciado Carlos IV, en cuyo ánimo pudo más el tedio a los trabajadores del mundo, y decidida y antigua dedicación a las materias privadas, que el amor del más noble de los pueblos, eclipsado sólo por el enternecido entusiasmo y simpática pasión al perseguido Fernando, antes víctima de sus desamorados padres, que del usurpador ambicioso?… Todo esto es constante; pero no lo es menos a todo el mundo, que es serpiente de Francia derramó la ponzoña de la discordia, en el seno de la familia reinante, y que compelió a este inocente cordero, a despojarse de las brillantes insignias con que le habían adornado, no menos los derechos del nacimiento, que la graciosa elección del pueblo, es decir todo lo sagrado de la Sociedad de la Naturaleza… «Cuanto me es útil, se me vuelve lícito, dijo Napoleón; y, pues, me conviene la España, no cabe duda de que es mia»… Tal es la modestia de los tiranos; tales los títulos de los conquistadores.
La Constitución y actas de Bayona, será eternamente, la prueba de esta verdad y el más propio y peculiar adorno de los archivos imperiales de Francia.
Hubo, sin embargo, un prelado español bastante virtuoso y resuelto, para recordar a la Nación sus derechos y demasiado ilustrado para que no previera las miras y resultados de aquel Congreso. Hubo también, dicho sea un obsequio de la justicia y para honor de la patria, ministros y secretarios del rey, que, con agrado de su amo, y con noble alegría del valiente infante don Carlos, propusieron y recomendaron el glorioso ejemplo de Leonidas, la envidiable muerte de Codro, y el conocido heroísmo de Guzmán el Bueno, vástago inmortal de los antiguos reyes de España. Celebróse, no obstante, aquel conventículo, y los magnates y magistrados que concurrieron (bien ajenos, sin duda, del principio de les ocultaban las flores de los halagüeños Simones franceses; porque, si no, ¿cómo habrían volado en pos de un delito o desgracia que había de cubrirlos perpetuamente de dolor y vergüenza?), formaban, fuera del Reino, esas Cortes esclavas, que sancionaron la forzada renuncia de unos derechos enajenables, en obsequio a un soldado extranjero, para cuya exaltación derribaba un padre desnaturalizado a todos sus hijos y descendientes, del plausible poseído trono de sus abuelos… ¡Hasta para esto hay Congresos!… ¡Cuidado! ¡Cuidado! que el estar juntos los hombres, no impide que cada uno tenga su flaco; y una multitud de preocupados y débiles, no es más que una multiplicada obstinación o flaqueza…
Y en vista de tan clamoroso, de tan escandaloso suceso ¿hay todavía algo de bueno que prometerse del inmoral Bonaparte? de ese monstruo que, desde entonces, más descaradamente, se gloria de tener su ciencia, su religión, su política aparte: es decir, tan privativa y original, que él solo es su ley, su felicidad y su Dios?
Resuelve, pues, valerse de este mismo Fernando, para cautivar a sus indomables libertadores; y encarnizada su rabia, al ver cuán poco ha conseguido con arrebatarlo del trono y sepultarlo en el interior de la Francia, emprende en la osadía de vestirle de su librea y, volviéndole a nuestros ojos odioso, arrancarle hasta del fondo de nuestros corazones, el último, pero inviolable asilo de su inocencia, de sus derechos y de su esperanza… Si le hubiera casado con alguna de sus antiguas sobrinas, habría sido tan pasajero el triunfo como efímera la raza, que apareció hoy día, y no existirá mañana. Pero su orgullo aspira a perpetuar su memoria en las inmensas usurpaciones de la embrutecida y ensangrentada Francia y, para conseguirlo, tocante a España, viéndolo ya enlazado con las primeras casas de la Europa, forma de éstos dorados eslabones la pesada cadena con que ha de atarnos, imponiendo a nuestro mismo desgraciado Monarca, la necesidad de echárnosla al cuello con sus propias manos. Sustituye a una aventurera de Martinica, una hija del emperador de Austria; y aquel antiguo imperio, que tanto agravios tiene que vengar en la nueva dinastía francesa, se halla comprometida en el bárbaro empeño de consolidarla, envileciendo, más y más, a sus imbéciles, aunque todavía venerados señores. Tal es el mecanismo de las ideas y operaciones de Bonaparte; aquí está la usurera enmienda del malogrado plan primitivo de su rastrera política; y aquí es donde deben brillar los aciertos de la verdadera y sublime de Vuestra Merced.
En vano se lisonjean los que pretenden limitar su justo resentimiento y enojo a la persona y familia de este Atila moderno, y esperan que algún día, volviendo a Francia en si misma, lo aborrecerá para amarnos; le destronará, para exaltar a nuestro idolatrado Fernando… ¡La Francia amiga de España! ¡Qué caprichoso delirio! Desde que las dos naciones existen, han sido siempre rivales; la vecindad lo exigía, y ya desde atrás habría sucumbido una de ellas, si el poder físico de la una, no hubiera sido constantemente, aunque con fortuna varia, contrapesado por la fuerza moral de la otra.
Guerra eterna; guerra de sangre y de muerte contra la pérfida Francia; antes perecer mil veces que capitular con ella. Si hemos de dar oídos a sus insultantes cuanto falsas promesas… ¡qué veinte bombas caigan ahora en este salón y nos aplanen a todos! ¡Malhadados asilos del heroísmo: Zaragoza, Gerona, Ciudad-Rodrigo!- ¿Por qué no os sepultasteis bajo de vuestras gloriosas ruinas, antes que sufrir la rabiosa afrenta de ver entrar triunfantes por vuestras calles, y atropellando los palpitantes cadáveres de nuestros oprimidos, pero no espantados defensores, a esos cobardes buenos (sic), que no habían osado presentárseles en los combates?… Sea la España toda, otra Numancia o Sagunto; y veremos desde el Empíreo, si estos impíos «espíritus fuertes se atreven a pasearse tranquilos por la silenciosa morada de nuestros tremendos manes. Pero, necio de mí, ¿cómo nos hemos de ver reducidos a semejante trance, cuando nuestro denuedo se apoye en la poderosa alianza de la Gran Bretaña, en la inagotable generosidad fraternal de la América, y en los sagrados derechos humanos y nuestros constantes y redoblados sacrificios, última tabla del presente naufragio de la libertad del hombre?
Los mismos principios que nos constituyen enemigos natos de Francia, nos ponen en la dulce obligación y necesidad de ser eternamente aliados de la Gran Bretaña, único contrapeso capaz de equilibrar la enorme preponderancia del Imperio Francés, que como una inmensa montaña, oprime ya todo el continente de la Europa. Por otra parte, cuando nosotros los vimos acometidos y casi opresos; cuando sentimos, antes que el amago, la herida, ¿quién se acordó de auxiliarnos? ¿No fue tan sólo Inglaterra; esa poderosa; esa generosa, esa sabia sociedad de hombres libres. Su generosidad la movió a compasión, de un pueblo tan valiente y leal como el nuestro; y su poder le ha prestado suficientes recursos, para sostenernos de mil maneras, y mantener todavía dudoso el éxito de lucha tan desigual. Así es que mira Inglaterra, como suyos nuestros peligros. ¿Quién podrá, pues, dudar, de que no continuará protegiéndonos sinceramente, con extraordinarios esfuerzos? Repútese enemigo nuestro, al que nos indujese a desconfiar de la estrecha amistad de la Inglaterra. La Inglaterra ha visto, por la experiencia de un siglo, que los inagotables metales del Perú y México han pasado por nuestras manos, como por un canal, a la Francia, y que todo nuestro poder se ha convertido en formidable arsenal contra ella… ¿Y queremos que, en caso de tener la menor condescendencia en los enlaces que podrían hacerle firmar a nuestro amado Fernando, no procurase la Gran Bretaña vengarse justamente en nuestras ricas Américas; esa tierra de promisión sin la cual ya nada somos ni valemos; y en todo cuanto nos pertenece?…
Sin pensarlo, me hallo en mi patria especial. Pero ¿cómo he de olvidarme del lugar de mi nacimiento, si el Espíritu Santo me dice: «Benefac loco ill, in quo motus es»?… ¡Cuán lamentable es su estado! Actos hostiles y sangrientísimos; escenas tan trágicas e irreparables como las del 2 de mayo en Madrid; ejecuciones horribles en personajes que, no ha mucho, eran sus ídolos; guerras civiles de pueblo a pueblo, llamando, los unos, esclavos a sus hermanos, detestándolos los otros como traidores a sus propios padres, e invocando todos el augusto nombre de Fernando VII; para derramar, sin motivo ni objeto, la escasa y preciosa sangre española; esa rubicunda sangre en cuyos torrentes habíamos pensado ahogar la perfidia y altanería francesa… No han faltado muchos que, talvez vibrando los dardos de los sofismas políticos; tal vez abusando del favor y del nombre de los gobernadores enviados a esas remotas provincias, las han querido iniciar en las profanas novedades del catecismo de la indolencia, venganza e irreligión. Se avanzaron algunas hasta predicar la tolerancia de la infame raza de Bonaparte sobre el trono de San Fernando; y, horrorizados aquellos naturales con tan escandalosa propuesta, que talvez se les hizo como expresión del gobierno de la metrópoli, gritaron todos a una: «momentáneamente nos separamos, no del gremio de la nación española, no de la veneración a la madre patria, sino de los provisionales gobiernos que la dirigen, con tan varia y arriesgada suerte; porque tenemos que, pasando nuestra obediencia de unas manos a otras, acaso según la inevitable vicisitud de los sucesos humanos, y la volubilidad de la fortuna, tan fugaz en la guerra, caigamos al fin, y sin poder remediarlo, en las impuras manos de los franceses, todavía empapados en la inocente sangre de nuestros padres y hermanos… Esto han temido las disidentes provincias de América; y yo, no digo con el derecho de inviolabilidad que Vuestra Merced decretó para los representantes del pueblo, sino con sólo tener una lengua en la boca, me hallo suficientemente resuelto y autorizado a decir que sin semejante temor hubiese sido fundado, sería su conducta plausible: porque la América toda, antes se sumergirá en las cavernas del mar, como en otro tiempo la isla de Delos, y luego la grande Atlántida, que recibir el yugo de este tirano que ha desagradado al rey, asolado la patria y profanado la religión. Para eso tiene el Nuevo Mundo un Fernando y éste posee en aquel un trono a donde no alcanzarán los tiros de su enemigo mortal. Bien puede Napoleón enviar emisarios a Persia, persuadido de que allí donde ellos penetran, se abren las puertas a su ejército; pues Filipo de Macedonia ha enseñado a los conquistadores del antiguo mundo, que, desde que la plaza más fuerte avista un asno cargado de oro, todas su murallas se desmoronan y van a tierra. Pero en América, patria de felicidad y oro, no hallarán los apóstoles del protector del judaísmo, otra acogida que la que han experimentado ya los temerarios que arribaron a La Habana, Caracas, Buenos Aires y Filipinas. Acaso en un acceso de su furiosa epilepsia, caerá el corso en el delirio de enviar escuadras contra América. Pero, ¡ah!, Neptuno entonces, descargándole un duro golpe, con su tridente, le diría; Miserable soprano: tú, que pisas osado mi imperio, siente el formidable efecto de mi indignación soberana». Y como el Coloso de Rodas, se sepultaría en los abismos del mar el gigante orgulloso.
Halando de asunto grande, es necesario hablar de grandeza. No abogo aquí por la causa de España, y no porque España deje de ser dignísima de que el mundo entero hable por ella, sino porque en esta causa se versan los intereses y los derechos de todos los hombres; y así, aún cuando el teatro de estos sucesos fuera el Japón o Laponia, miraría yo su favorable o adverso éxito, como mío propio: homo sum, humani nihil a me allienum puto.
La suerte del género humano, pende actualmente de la Europa; la de Europa, de España; la de España, de la sabiduría y firmeza de estas Cortes extraordinarias. Y si la nave del Estado zozobra, la última tabla que a de salvar a las Cortes, a la patria y a la humanidad, es la América. Es preciso, pues, que no olvidemos que los cetros, pasan de pueblo en pueblo, según la iniquidad va ocupando el solio de la justicia. En vano buscaríamos hoy los antiguos imperios: ¿dónde están los egipcios, los babilonios, los medos, los persas, los macedonios, los sirios y los romanos? ¿Dónde, a vuelta de poco tiempo estarán los franceses y sus ejércitos, su saber y su gloria?… Todo lo que nace muere; todo se disipa y desaparece; sólo subsiste la verdad, que es eterna; y de la verdad se derivan los derechos del hombre, las obligaciones de los monarcas y la responsabilidad de los jueces que se sientan a decir del destino de éstos y aquellos. Hacerlo con imparcialidad y decoro, es el primero principio de la justicia universal; y Vuestra Merced faltaría criminalmente a ella si, desentendiéndose de sus preceptos, olvidando la propia experiencia y despreciando las máximas de la sabiduría política, dudase, siquiera un punto, en declarar eterna guerra a la Francia, cerrando como la avisada serpiente a los encantos del mago, los oídos a cualquier proposición que nos haga, mientras sus tropas no evacuen el territorio español y Fernando VII sea restituido a su trono, libre de toda condición, tratado y pacto; pues todos son sospechosos y nulos, como hechos en la cueva del Polifemo, entre un inocente cautivo y un envejecido tirano, cuyo lenguaje es seducción, su ofrecimiento disfrazada amenaza; y su mayor generosidad, la dilatada muerte de sus amigos.
Prescindiendo del divulgado matrimonio, no porque, como alguno ha dicho, sea su validez superior a la esfera de las facultades de este augusto Congreso; pues, para castigar al malvado con su misma maldad, no habría más que aplicar a Fernando la ley de que Napoleón se valió para anular el matrimonio de su hermano Jerónimo con la americana Patterson, para luego injertarlo en el árbol de los reyes de Sajonia. Apenas hay quien ignore que, siendo el matrimonio uno de los contratos civiles, y pudiendo los soberanos ligar el valor de éstos a cualesquiera condiciones honestas, no es ajeno de su autoridad poner impedimentos directamente al matrimonio; pues, necesariamente ha de ser éste un contrato válido para poderse elevar a sacramento. Dejo aparte lo de examinar si en Francia hay matrimonio sacramental; porque, aun cuando me sería muy fácil probar que no hay, es justo no distraer más tiempo la ocupada atención de Vuestra Merced, con inútiles e innecesarias reflexiones.
Repasen, pues, los franceses los Pirineos; venga Fernando VII como salió; detestemos para siempre al encarnizado perseguidor de los augustos Borbones; ojo alerta con las lisonjeras astucias de Francia; y todo, todo estará concluido. Para esto nos desvivimos los diputados de la nación; por esto, el patriota pueblo español ha jurado morir mil veces, antes que retroceder un paso en la ardua empresa… ¿Y quién podrá arredarle por el temor? ¡Pero cuán expuesta se halla su candorosa generosidad a rendirse a las persuasiones engañosas, a la compasión, al respeto!… ¡Crea Vuestra Merced que quien lo lisonjea, quiere perderlo; en el arte de los engaños, somos niños los españoles; y toda la sabiduría de Vuestra Merced será infructuosa, será ninguna, desde que olvide que las habemos con el «refinador del Macchiavelismo» con el padre de los ardides, cuyas lecciones recibirían, admirados, los Ulises, los Silas y los Mahomas… Tema Vuestra Merced: y prepárese, aun para lo que parezca imposible… Habría cortes contra cortes, como hay autores que defienden opiniones malamente! Que el mismo Fernando VII sin saber lo que se hiciera, nos haría esclavos miserables de los «comunes contra comunes».- ¿Y qué resultaría?
Y entonces ¿qué dirían los varones sensatos aun los ladrones sencillos, en quienes no se haya extinguido del todo el luminoso instinto del bien, ni el innato amor a la libertad?- ¿Qué dirían los valientes suecos que, desde años y estrechos rincones de sus pantanosos bosques, han desafiado al poderoso Alejandro, comprado con la molicie para instrumento de la presente destrucción de sus animosos vecinos, y de la inevitable ruina futura de su mismo imperio?… ¡Funesta insuficiencia de los recursos humanos! Al nuevo pero, Gustavo VI, le ha faltado, por fin, su pueblo; y al infatigable pueblo español, dicen que empieza a faltarle Fernando VII… Pero, para eso conserva la Providencia las inconquistables islas británicas; asilo de los desgraciados, pero pundonorosos reyes; para eso los libres y honrados castellanos tienen Américas; y los americanos hacen alarde de su fraternal amor, obsecuente hospitalidad e ilimitada filantropía…
No es llegado todavía el doloroso momento de separarnos de Troya, con lágrimas de piedad en el rostro, pero con el seguro consuelo en el pecho, de volver bien pronto de nuestra mejorada Italia a besar las rescatadas tumbas de nuestros padres, y llevar la espada y el fuego de las venganzas, a las soberbias Cortes de estos despiadados Aquiles y Agamenones, París y Petersburgo… ¿Qué dirían de nuestra prematura retirada esas nobles provincias, más victoriosas mientras más desoladas? Pero, ¿cuánto más tendrían que quejarse, si hubieran de ser vendidas a un rencoroso y vil enemigo, a cuyos ojos, el mayor mérito es más motivo de persecución y de saña?… Todo yo me trastorno, cuando imagino que haya un solo español que consienta en entregar atadas, con un infame tratado, a esas heroicas poblaciones del Ebro, antemurales de la independencia española, donde tantos ejércitos de vencedores de Austerlitz y Gena (sic), se han estrellado, como las vanas espumas en los peñascos… ¿Este es el premio que el heroísmo esperó de la gratitud castellana? ¿Para esto sacrificamos tantas preciosas víctimas? ¿Para esto se ha derramado tanta sangre inocente? ¿Para esto se han hecho, como a porfía, tantas viudas y huérfanos? ¿Les privaremos hasta del santo consuelo de llamarse mártires del patriotismo? ¿Convertiremos con nuestra ignorante o débil condescendencia, en villanos y traidores, a tantos expatriados magnates y padres conscriptos; a tantos laureados campeones?… ¡Malditas sean entonces, las victorias de Bailén, Talavera y Tamames! ¡Bórrense entonces de la memoria de los patriotas los nombre de Tortosa, Valencia, Badajoz y Cádiz; cavernas entonces de obstinación y rebeldía; ya no, como hasta aquí, alcázares gloriosísimos de valor, de lealtad y de religión!…
¿Ocúpese Vuestra Merced exclusivamente de tan importante como difícil materia!
¡Declárese el Congreso en sesión permanente para llegar a feliz conclusión!
¡Padres de la Patria! ¿Porqué no hemos de trabajar sin descanso, por tantos millones de patriotas, que no cesan de combatir, más bien por nuestra felicidad, que por la suya propia? ¡Pensad lo que por esta misma patria hicieron, en más apuradas angustias, los Pelayos, los Cides, los Iñigo y Jaime; y tened entendido que a eso y mucho más somos hoy obligados; pues, gozando de los mismos derechos tenemos para más cargo el estímulo de sus ejemplos y las luces de nuestro siglo!

Enviado por Enrique Ibañes