Iniciativa para el referendum en Catalunya

MARIANO RAJOY

Señor presidente del Congreso de los Diputados, señora Rovira, señor Turull, señor Herrera, representantes del Parlament de Cataluña, señoras y señores diputados,

Las razones que me mueven para intervenir hoy aquí van más allá de la literalidad de la iniciativa que hoy debatimos. Acudir a esta Cámara para exponer la posición de este Gobierno es, para mí, un ejercicio de responsabilidad.

Quien ha presentado esta Proposición de Ley ha optado por trasladar el debate de sus propuestas a la sede de la soberanía popular. Lo considero un acierto. Debatir en esta Cámara es una muestra del papel primordial que en democracia tiene el Congreso de los Diputados. Es reconocer y respetar la representación que aquí se ejerce de todos los españoles, sin excepción.

Por eso intervengo. Más allá de acordar o no la delegación o transferencia de una competencia, quiero dirigirme a todos los ciudadanos, y muy especialmente a los ciudadanos de Cataluña, para transmitirles que, como presidente del Gobierno, soy y seré el Presidente de todos.

Trabajo por el bienestar de todos. Lucho por sus derechos y por sus libertades, que con esfuerzo logramos entre todos y entre todos hoy conservamos, y por todo ello defiendo la permanencia de Cataluña en España, porque no concibo a España sin Cataluña, ni concibo una Cataluña fuera de España y de Europa. Porque es ésta, para mí, no sólo una cuestión de legalidad o de balanzas; es una cuestión de sentimientos, de afectos, de historia compartida y de futuro.

Señorías,

Hoy voy a hablar del desafío que algunos pretenden plantear al Estado, un proyecto de ruptura del que esta Proposición de Ley es sólo una pieza instrumental. Intervengo para reiterar algo que todos los ciudadanos saben, incluso quienes han defendido hoy aquí esta iniciativa: que no hay democracia sin ley.

Intervengo también para explicar a todos los ciudadanos, particularmente a los ciudadanos de Cataluña, lo mucho que nos une y los riesgos que entraña un proyecto de fractura. Hoy voy a hablar desde el convencimiento de que, juntos, ganamos todos y separados, todos perdemos.

Éste es el marco del debate, que no es sólo de solo leyes, Señorías; también de sentimientos.

Y dicho esto, con su permiso, voy a entrar en materia.

Lo que ustedes, señores representantes del Parlament de Cataluña, han pedido a este Parlamento –no al Gobierno de España, ni a su Presidente, sino a este Parlamento– es que deleguemos en la Generalitat de Cataluña la competencia para autorizar, convocar y celebrar un referéndum consultivo para que los catalanes se pronuncien sobre el futuro político colectivo de Cataluña.

Previamente a esta petición, nos han anunciado, a través de los medios de comunicación, al Gobierno de España y también a esta Cámara que el día 9 de noviembre de este año harán un referéndum en el que formularán dos preguntas:

-«Â¿Quiere que Cataluña se convierta en un Estado?»

– En caso afirmativo, «Â¿Quiere que este Estado sea independiente?»

Y nos ofrecen, y lo acabamos de escuchar aquí, un acuerdo. El acuerdo consiste en que digamos que sí a esta decisión que ustedes, unilateralmente, han adoptado.

Señores comisionados del Parlament de Cataluña, Señorías, voy a explicarles con toda cordialidad por qué me parece que no se puede acceder a lo que nos solicitan.

Las razones que expondré van más allá de mi posición política, de mi programa de gobierno, de mis ideas, de mis opiniones o de mis conveniencias. Se apoyan en el único terreno por el que en un asunto como éste me está permitido transitar: la ley y el deber. Lo que autoriza o rechaza la ley, unido a lo que exigen o prohíben los deberes de mi cargo.

Señorías,

Lo que hemos escuchado antes, en la lectura del Comunicado del Gobierno, puede resumirse en muy pocas palabras: no es posible atender a lo que nos solicita el Parlament de Cataluña, porque no lo permite la Constitución. No lo permite porque, independientemente del uso que se le quiera dar, se trata de una competencia indelegable.

El Parlament de Cataluña reclama para la Generalitat la competencia para autorizar un referéndum. Ha optado por pedir a las Cortes Generales, al Parlamento de la Nación, que le transfiera, que le dé, la capacidad, la competencia, de autorizar por sí misma ese referéndum.

Señorías,

El referéndum es una manifestación de un derecho fundamental: el derecho de participación política. Como tal, por imperativo de nuestra Constitución, ha de ser regulado en Ley Orgánica y al Estado corresponde, con carácter exclusivo, la regulación de las condiciones de su ejercicio.

Esa misma Constitución atribuye al Estado la competencia exclusiva en materia de referéndum, como es autorizar o denegar su convocatoria. Ése es el contenido mismo y único de la competencia. Y esa autorización estatal es la garantía del derecho de participación política que la Constitución reconoce a todos los españoles.

En efecto, Señorías, si se repasan en nuestra Ley Suprema las competencias exclusivas del Estado, salta a la vista que se trata de aquellas que afectan a todos los españoles, a sus derechos, a su nacionalidad, a su igualdad… Ésa es la idea de Estado que recoge la Constitución, como la inmensa mayoría de las constituciones: el que administra lo que es común, lo que los constituyentes no quisieron dejar en manos de otras administraciones porque importaba a todos, y a todos por igual.

Señorías,

Sobre estas competencias exclusivas se estableció la cautela de que, aunque pudieran delegarse algunas funciones, ninguna de ellas podía transferirse en su totalidad. El Estado debería conservar siempre la titularidad de sus competencias para no dejar a los ciudadanos, a sus derechos y a su igualdad desguarnecidos; o, si lo prefieren, para no privar al Estado de su principal razón de ser y existir.

En otras palabras, Señorías, la titularidad de las competencias exclusivas es indelegable. Señorías, si este Parlamento, éste, tuviera la potestad de transferir la titularidad de todas las competencias exclusivas, estas Cortes tendrían la posibilidad de liquidar la Constitución y el Estado mismo sin el concurso ni la aprobación del conjunto de los españoles. Éste es el tema, Señorías,

Pues bien, en el caso que nos ocupa, la autorización para celebrar un referéndum, no cabría otra opción que delegar la titularidad. Es una competencia que no es divisible, consiste exclusivamente en la autorización. Lo que se solicita abarca todo el contenido de la competencia. Transferirlo equivale a vaciarla, es decir, a perder la titularidad.

Por decirlo de otra manera, el Estado puede autorizar o no un referéndum; lo que no puede hacer es delegar en otros para que lo autoricen, que es lo que ustedes solicitan.

Dicho esto, a mayor abundamiento añado: lo que tampoco está permitido es autorizar -no hablo ya de delegar– un referéndum cuyo propósito sea radicalmente contrario a la Constitución.

Lo que pretende ese referéndum, independientemente de los eufemismos con que se camufle, es proclamar una soberanía que no existe, porque nuestra Constitución no la reconoce. Como todos ustedes saben, el Tribunal Constitucional acaba de pronunciarse en este sentido.

Señorías,

La soberanía española corresponde a todos los españoles, a todos. No existen soberanías regionales, ni provinciales, ni locales. No existen, ni se pueden crear, ni se podrían admitir, al menos con esta Constitución.

Y esto importa mucho, señores portavoces, porque no estamos hablando solamente de Cataluña. Hablamos de España entera, de los intereses de España, del futuro de España y de quién está facultado para tomar las decisiones que afectan a toda España; de eso hablamos.

En todo aquello que les atañe los españoles tienen derecho a intervenir y, como es natural, ni quieren, ni deben quedarse callados, ni nosotros podríamos discutir semejante privación de tan fundamental derecho.

Señorías, por eso están ustedes aquí. Por eso han venido a depositar su solicitud en la sede de la soberanía española.

Siendo esto así, que lo es, ¿qué sentido tiene solicitar que una parte de los españoles puedan tomar decisiones en nombre de todos los demás?

Señorías,

Ni este Gobierno que yo presido, ni las Cortes Generales, ni el Parlament de Cataluña, nadie, puede legítimamente privar de manera unilateral al conjunto del pueblo español, único titular de la soberanía, de su derecho a decidir sobre el futuro colectivo.

En resumen, éstas son las razones por las que pienso que no se puede atender la solicitud que ustedes plantean. Ni la competencia que demandan es transferible, ni el propósito para el que la solicitan es conforme a la Ley. Cualquiera de ambas cosas, a mi entender, choca abiertamente contra la Constitución.

Porque, Señorías, si como acabo de decir este Parlamento tuviera la capacidad de transferir la titularidad de todas las competencias exclusivas o de romper la soberanía nacional, estas Cortes se estarían situando por encima mismo del conjunto del pueblo español.

Pero esto no es así porque nuestra Constitución nació en 1978 y es, por fortuna, hija de su tiempo. Por eso nos permitió construir lo que hoy, como ustedes saben, se llama una Democracia Constitucional, es decir, una democracia avanzada que asegura la protección de la soberanía nacional y la inviolabilidad de los derechos fundamentales de los españoles. Y no los protege contra el mal tiempo: los protege contra el Gobierno, sí; contra las mayorías, sí, y contra cualquiera que no sea el conjunto del pueblo soberano; es decir, el conjunto del pueblo español.

Señorías,

La nuestra, como todas las constituciones modernas, Señorías, como todas, protege la soberanía nacional y los derechos fundamentales, y lo hace frente a toda clase de amenazas. Por eso no permite que los cambios de Gobierno o los vaivenes de las mayorías puedan repercutir en ellos.

¿Qué les parecería, por ejemplo, que llegara al Gobierno un partido o una coalición de partidos con mayoría absoluta y dispusieran que los españoles no son iguales ante la Ley, o que se suprime el secreto de las comunicaciones y que nadie fuera libre para entrar o salir libremente de España? ¿Por qué no es siquiera imaginable que esto ocurra? Porque la Constitución, por fortuna, no lo permite. Más aún, prohíbe incluso que los titulares de los derechos puedan renunciar a ellos. No permite, por ejemplo, que se suprima el derecho de huelga ni aunque lo soliciten los trabajadores, ni que se pueda renunciar al derecho a la libertad de expresión, o a los derechos de reunión y manifestación, entre otros.

Y por eso, además, encomienda a un Alto Tribunal la tarea de enjuiciar la constitucionalidad de las leyes, para estar seguros de que ninguna ley aprobada aquí –claro que sí, aquí– lesiona los valores, los principios y los derechos que recogimos en la Constitución.

Gracias a todo eso, todo el mundo sabe de antemano que puede confiar en que ningún Gobierno, sean cuales sean sus principios políticos, hará determinadas cosas. No porque no quiera, a lo mejor, sino porque, afortunadamente, no puede.

Ésa es la razón, Señorías, por la que la Constitución se empeña en prohibir obstinadamente ciertas cosas.

Y de nada sirve, frente a esta realidad insoslayable, vestir las reclamaciones de calor popular. Algunas cosas no cambian ni con manifestaciones, ni con plebiscitos. Eso no es posible. Ahora no es posible. Se redactó la Constitución de manera que no fuera posible.

Esto es lo que deseo que entiendan, aunque no lo compartan; pero lo deseo. No se trata de una cuestión de voluntad política, ni de flexibilidad, ni de hallar un punto de encuentro, ni de que cedamos más o menos. No es algo que podamos resolver el señor Mas, aunque hubiera venido hoy, y yo con un café. Aunque tomáramos quinientos, seguiría faltándonos lo que no tenemos: la potestad que la Constitución nos niega.

Señorías,

Y ésta es la realidad, salvo que se cambie la Constitución y para cambiar la Constitución hay reglas que no se pueden saltar.

Éstas son nuestras reglas de convivencia, las únicas que cuentan, las únicas vigentes, porque, Señorías, cada Constitución clausura el pasado y abre un capítulo nuevo en la convivencia. A ningún francés de la Quinta República se le ocurre apelar a las normas de la Cuarta. Sería ridículo. Y en España ocurre igual. De nada sirve apelar al pasado, porque las Constituciones son como los testamentos, Señorías: la última anula todas las anteriores.

Cada Constitución es un punto y aparte en la historia que deja las cuentas saldadas. Por eso se vota en referéndum: para que lo que se acuerda solemnemente entre todos pueda obligar a todos.

Nadie impuso a nadie la Constitución española en 1978, nadie. En Cataluña, por ejemplo, la refrendó el 90,4 por 100 de los ciudadanos que acudieron a las urnas, muy por encima de la media del conjunto de España. Lo hicieron porque quisieron, por su propio interés, por las razones que fuera, no consideraron que fuera una mordaza; es más, consideraron que era una garantía. Y no pensaban que era un grillete, sino una salvaguarda.

Ésa fue la más genuina, la más libre y la más auténtica autodeterminación de Cataluña.

Señores representantes del Parlament de Cataluña, Señorías,

Esto es lo que dice la Ley. Yo, como presidente del Gobierno, estoy obligado a cumplir la ley y no me pidan, no me lo pidan, que deje de hacerlo. Pídanme otra cosa, pero no me pidan que incumpla la Ley, no me pidan que me salte la soberanía nacional. Yo estoy obligado a cumplir la Ley y todos los que estamos aquí también están obligados a cumplir la Ley.

Señorías,

Aquí podría acabar mi intervención, podría acabar aquí, porque ya he dado las razones por las cuales pienso que no se puede acceder a lo que ustedes nos han pedido; pero, como les he dicho al principio, quiero ir más allá porque, ante esta realidad que acabo de exponerles y que ustedes mismos comprenden que es infranqueable –ustedes mismos–, se las han ingeniado para buscar maniobras de distracción que desvíen los focos de la cuestión fundamental y trasladen el debate a otros terrenos.

Señorías,

En los últimos tiempos hemos escuchado algunas afirmaciones que, sinceramente, pienso que sólo sirven a quienes quieren el enfrentamiento, la fractura y la división para justificar su propio proyecto y que en nada ayudan a la convivencia, la concordia y el progreso. Permítanme darles mi opinión también sobre ese asunto. Señorías, les voy a dar mi opinión; les voy a decir lo que yo pienso, igual que ustedes dijeron lo que ustedes pensaban.

No es verdad que en Cataluña sufran una opresión insoportable; no es verdad, Señorías. No es verdad que se persiga la lengua catalana o que se asfixie su cultura; no es verdad. No es verdad que se pongan trabas al desarrollo económico, ni que se torpedee el bienestar; no es verdad. Como tampoco es verdad que no se les ayude en las dificultades o que se les aplique un trato discriminatorio respecto de otras Comunidades Autónomas; no es verdad.

Tampoco es verdad que en los países civilizados, cuando una región quiere apartarse, le abran la puerta para que salga llevándose una porción del territorio común. Eso no pasa, Señorías, en ningún lugar del mundo, en ninguno.

Y no me hablen de Escocia porque, como ustedes saben o deberían saber, responde a supuestos históricos y constitucionales muy distintos. Por cierto, si Escocia tuviera la mitad de la mitad de las competencias que tiene Cataluña, no se tomarían allí tantas molestias.

En suma, Señorías, yo no puedo compartir –no lo puedo compartir y por eso lo afirmo aquí– una hipotética historia de agravios. No puedo asumir su relato de opresión. Sinceramente, no puedo aceptarlo porque no es verdad. Yo no lo veo así.

Señorías,

Yo veo las cosas de otra manera. Yo veo esos siglos, siglos, de historia en común; siglos de unión compartida, generaciones de españoles unidos en un destino común, en las ilusiones, en los éxitos, en las dificultades y en las diferencias, que en democracia siempre hemos resuelto con voluntad de entendimiento.

He vivido también –esto ya lo he vivido– lo que hemos hecho juntos en los últimos años, que han sido momentos de prosperidad y de concordia. Señorías, nuestra Constitución ha sido el gran exponente de todo esto: no sólo nos ha dado un sistema democrático y la garantía de nuestros derechos; también un grado de autogobierno sin parangón en nuestra historia y en los países de nuestro entorno. Nunca en la historia, nunca, Cataluña ha tenido un nivel de autogobierno como el que tiene en el día de hoy, nunca, gracias a la Constitución Española. Y todo esto, el sistema democrático, los derechos de los españoles y el sistema de autogobierno, no existiría si no existiera la Constitución Española.

Señorías,

Bajo la vigencia de esta Constitución, Cataluña alcanzó en 2007 una renta per cápita del 120 por 100 de la media de la Unión Europea; del 120 por 100 bajo la vigencia de esta Constitución. Y no es casualidad que desde 1978 el crecimiento experimentado en nuestro país haya sido muy superior al registrado por cualquiera de los países de la OCDE.

Señorías,

A pesar de la crisis que estamos viviendo, todos juntos formamos parte de una exitosa historia de progreso que sitúa a España entre los cinco países del mundo que más han avanzado en los últimos cincuenta años. Por eso es también por lo que no puedo compartir su relato.

Perdónenme la vanidad, perdónenmela si hacen el favor, pero tal vez yo creo en Cataluña más que ustedes. Al menos, no me siento en la necesidad de demostrar a cada paso que Cataluña existe. Me consta que existe, que es uno de los puntales de nuestra patria, que no se entiende España sin ella, del mismo modo que resultaría incomprensible Cataluña sin el resto de España.

Señorías,

Amo a Cataluña, como a las demás Comunidades. No como algo simplemente entrañable, sino como algo propio. Valoro mucho lo que nos aportan su diversidad, su lengua, su cultura, el espíritu emprendedor e innovador de los catalanes, su amor al trabajo y a la obra bien hecha, a «la feina ben feta». Señorías, valoro, en fin, la inmensa aportación de Cataluña a nuestro pasado, a nuestro presente y estoy seguro de que también a nuestro futuro. Y lo importante no es que lo valore yo, que soy una persona una más; lo importante es que en estas palabras que acabo de pronunciar se siente representada una gran mayoría de los españoles que no viven en Cataluña, aunque nada tengan que ver con las ideas que yo defiendo.

Lo siento, Señorías, pero por razones legales, pero también por lo que acabo de señalar, no puedo aceptar sus argumentos y tampoco puedo aceptar, y entiéndame bien lo que voy a decirles, que se intente tergiversar, por algunos –digamos por algunos– el verdadero significado y alcance de las cosas.

Por ejemplo, nadie discute el verdadero derecho a decidir. Todos los españoles lo ejercemos habitualmente. ¿Acaso acudimos a las urnas por otro motivo? Lo hacemos para decidir. En 41 ocasiones han acudido los ciudadanos catalanes a las urnas desde que volvió la democracia a nuestro país.

Señorías,

Los habitantes de cada Comunidad tienen derecho a escoger quien gobierna su autonomía, pero no tienen derecho a decidir qué hemos de hacer con España. Cada catalán, como cada gallego o cada andaluz, es copropietario de toda España, que es un bien indiviso. Y ningún español es propietario de la provincia que ocupa, como ningún vecino es propietario de las calles por las que transita. La autonomía no supone transferencia de la soberanía, no otorga la propiedad del territorio, sino la responsabilidad de gobernarlo con arreglo a la Ley.

Señorías,

El derecho a decidir sobre su futuro político lo tiene el conjunto del pueblo español y no sólo una parte del mismo. Yo no tengo derecho, como gallego, a decidir sobre el futuro de Galicia sin contar con el criterio del resto de los españoles porque, tal y como ustedes están planteando el derecho a decidir, lo que están haciendo –fíjense en lo que les voy a decir: a lo mejor sin darse cuenta o sin querer– es privar al resto de los ciudadanos españoles de su derecho a decidir lo que quieren que sea su país. Eso es lo que está ocurriendo.

Señorías, una parte no puede decidir sobre el todo. Esto no ocurre en ninguna Constitución del mundo, en ninguna. No hay una sola Constitución en el mundo que diga que una parte puede decidir sobre el todo y tampoco la nuestra, salvo que lo modifique quien tiene el derecho a decidir, que es el conjunto de la soberanía nacional.

Señorías,

La otra argucia que cultivan consiste en afirmar que el referéndum es un ejercicio democrático, por tanto, saludable, y que votar encarna la esencia de la democracia. ¿Cómo es posible que un demócrata -dicen– prohíba una votación?

Sin duda, votar es un derecho democrático. Lo es. Pero no en cualquier sitio, ni de cualquier manera, ni sobre cualquier asunto. Votar es democrático, sí. La democracia no se entiende sin las urnas, sí; pero no bastan las urnas para que un acto sea democrático. ¿Qué es lo que falta? Falta el respeto a la Ley. La esencia de la democracia es el respeto a la Ley; es decir, el propósito –Señorías, esto es muy importante, de verdad, si queremos ser, y lo somos y tenemos derecho a serlo, una democracia seria– de no reconocer otra autoridad por encima de los ciudadanos que la Ley. Eso es la democracia.

Señorías,

La esencia de la democracia es que todo, incluidas las votaciones, y todos, incluidos los Parlamentos y los Gobiernos, tienen que atenerse a las normas. Ser demócrata implica aceptar esa obediencia a la ley. Por eso se dice, con razón, que la democracia es el imperio de la Ley.

En suma, Señorías, ni la Ley permite satisfacer su pretensión ni sus argumentos son asumibles, al menos para quien les está hablando.

Pero no quisiera terminar esta intervención sin hablar de lo que ustedes no hablan: de las consecuencias que tendría para los ciudadanos que viven en Cataluña lo que ustedes proponen, porque esto también es muy importante: que la gente sepa muy bien qué es lo que se les está proponiendo.

Ustedes diseñan un futuro idílico en el que todo sale bien; los inconvenientes no aparecen, ni siquiera en la letra pequeña.

Señorías,

Yo creo que, cuando alguien habla en serio, expone las ventajas y los inconvenientes. Nada hemos escuchado nunca de los segundos, ni siquiera citan la evidencia –insisto, la evidencia– de que Cataluña sería más pobre, que saldría de Europa sine die, del euro, de la ONU y de los Tratados internacionales.

¿Han explicado ustedes a los ciudadanos de Cataluña que perderían todos los derechos que les corresponden en España como ciudadanos españoles, porque dejarían de serlo, incluso el de libertad de entrada y circulación en su propia patria y en todo el espacio europeo?

¿Les han explicado también que perderían sus ventajas como europeos, entre otros, los fondos comunitarios y las ayudas agrícolas, y que se quedarían fuera también del Mercado Único, con todo lo que eso significa para una economía tan pujante como la catalana en el mundo global?

¿Sabe usted lo que esto puede significar, el salir del BCE, para las entidades financieras de Cataluña y para todas las personas que tienen allí sus ahorros, ya sea en forma de depósitos, planes de pensiones o fondos de inversión?

No voy a continuar, pero podría dedicarle mucho tiempo a explicar aquí cuáles son las consecuencias de esa decisión.

Perdónenme, hablaba alguno de ustedes en su intervención: «nos dicen que vagamos por el espacio». No había oído yo esa expresión. Yo creo que lo que están ofreciendo ustedes es lo más parecido que se pueda imaginar a la isla de Robinson Crusoe.

Señorías,

Lo menos que cabría pedir a quienes plantean proyectos de ruptura es que expliquen con sinceridad las consecuencias de los mismos. Cuando alguien está planteando a la gente una deriva que les obliga a escoger, o a optar, o a renunciar a una parte de lo que ahora tienen, deben tener la honestidad de contar también los riesgos y el coste de esa renuncia. Creo que es lo mínimo que se puede pedir a los dirigentes políticos responsables y, desde luego, es lo mínimo que se merecen los ciudadanos de Cataluña, que tienen derecho a saber.

Señorías,

No quiero alargarme más. Les agradezco su presencia entre nosotros. Espero que, si no para darles una satisfacción, mis palabras hayan servido, al menos, para que nos entendamos un poco mejor.

Como ya he señalado, no se puede y no se debe conceder lo que nos solicitan. Esta Cámara no puede aceptar que se les ceda una competencia intransferible para convocar un referéndum que tiene como objeto liquidar el régimen constitucional. No significa esta negativa, como a veces escuchamos, que se le cierren todas las puertas. Ya ven que no se ha cerrado nada que estuviera antes abierto. Otra cosa es que ustedes reclamen que se abran puertas donde no existen y, además, que se abran para su exclusivo uso particular.

Hay una puerta abierta de par en para aquellos que no estén conformes con el actual estado de cosas: iniciar los trámites para una reforma de la Constitución. Eso mismo les ha dicho el Tribunal Constitucional.

Quien quiera que desee modificar la Constitución, quien quiera que pretenda que España se disuelva, se fragmente, cambie de nombre o lo que sea, en vez de solicitar a este Cámara lo que no está en manos de esta Cámara, ha de emprender el camino de la reforma constitucional. Insisto, se lo acaba de recordar también el Tribunal Constitucional.

Ya ven, Señorías, que, si no se les da satisfacción, no es porque no se les escuche o, como suelen decir, no se les entienda. Les escucha todo el mundo: los empresarios, que avisan de los peligros de la secesión; los trabajadores, inquietos por las incertidumbres que algunos siembran, en especial quienes están buscando trabajo que no entienden que nos distraigamos con estas polémicas; las instituciones de la Unión Europea, que han sido tajantes para que nadie se llame a engaño; el Tribunal Constitucional, que nos ha recordado lo que dice la Constitución; el Gobierno de España; yo mismo, que he repetido las cosas hasta el aburrimiento; esta Cámara, que les está escuchando hoy y a quien no escucha es porque no ha querido venir… Les escucha todo el mundo; todo el mundo, Señorías. Se les escucha y se les entiende muy bien. Yo les entiendo muy bien, pero yo no les puedo reconocer lo que, en mi opinión, no tienen: no tienen razón.

Por mi parte, no queda sino asegurarles, una vez más, mi disposición al diálogo; siempre, como es obvio, que se produzca dentro de los límites que nos exige la Constitución y sobre aquellas cuestiones que la Constitución nos permite dialogar.

Señorías,

Yo soy el presidente del Gobierno de España. Yo no puedo dialogar con cualquiera sobre lo que no es mío. Yo no puedo dialogar, por ejemplo, sobre la supresión de los derechos fundamentales, porque no son míos; son de los españoles Ni puedo dialogar sobre la soberanía nacional, porque tampoco es mía. Yo puedo dialogar sobre todo aquello a lo cual me autoriza dialogar la Constitución, porque no dispongo de otro margen. Y el señor Mas, si me lo permiten, tampoco; él, que es el representante del Estado en Cataluña. Compartimos los dos las mismas limitaciones y exactamente por las mismas razones.

Hay muchas cosas sobre las que dialogar, muchos problemas reales que se están viendo pospuestos por atender a los insolubles. Eso sí me preocupa y me inquieta, además, que esto se haga en un momento en que España, y dentro de ella Cataluña, comienza a ver claramente los primeros signos de recuperación del crecimiento y, sobre todo, de empleo y la confianza en nosotros mismos.

Y termino ya. Señorías, ha estado muy de actualidad estos días. Se alaba mucho el consenso y la concordia que presidieron la Transición. Contra lo que puedan pensar quienes no habían nacido entonces y escuchen lo que se dice hoy, no surgió el consenso porque no existieran diferencias o porque se borraran; no fue tal. Si aquello tiene alguna posibilidad de servirnos de modelo, es porque entonces existían las mismas o mayores discrepancias que hoy.

No nació el consenso porque nadie renunciara a sus ideas. El mérito de aquella avenencia radica en que, sin disolver los profundos desacuerdos de partida, sin rebajar nadie sus propios planeamientos, supimos –o supieron– acotar un terreno común sobre el que construir una convivencia democrática. Levantamos la casa que debía albergar nuestras diferencias y lo hicimos porque compartíamos un objetivo tan simple como vivir juntos y en paz; un objetivo que, a mi modesto entender, conserva hoy el mismo atractivo que entonces: vivir unidos y en paz.

A este terreno del acuerdo, a ese hogar común, lo llamamos entonces Constitución. Señorías, una Constitución que no era de nadie, pero que aceptamos todos a condición de que nadie pudiera modificarla a su arbitrio. En eso, sobre todo en eso, consiste la lealtad constitucional.

No es posible alabar aquel consenso y, al mismo tiempo, negar su fruto principal; sería tan contradictorio como aplaudir la casusa y rechazar el efecto. Los valores de la Transición (el consenso, la altura de miras, la concordia y la voluntad de convivencia) se condensan todos en nuestra Constitución.

No fueros disquisiciones sobre la esencia de la nación lo que nos unió y nos une a los españoles, sino la voluntad de compartir la vida e imaginar juntos un futuro mejor. Porque nos sentimos mejor juntos que separados, porque nos entendemos mejor entre nosotros que cualesquiera otros, porque compartimos todas las peripecias del pasado, la mayor parte de nuestras costumbres y, sí, casi toda nuestra sangre, como aquí se ha recordado hoy. Y porque, además, nos conviene. Juntos formamos un grupo humano con grandes posibilidades de abrirse paso con éxito en la vida y en el mundo.

A todo esto, a lo que nos unió en el 78 y que nos une todavía hoy, a todo esto vagamente, sentimentalmente, sin ningún afán trascendental, lo llamamos patria. Pero, si a ustedes no les gusta, podemos llamarle futuro; un futuro de paz, de entendimiento, de convivencia y de bienestar para todos, al que no tenemos derecho a defraudar.

Nada más y muchas gracias.