Bicentenario de Chile

Chilenas y chilenos:

Quiero agradecer esta oportunidad que nos da la Cámara y el Senado, en esta invitación a participar en el homenaje que nuestro Congreso le otorga a la patria entera, con ocasión de la celebración de nuestros 200 años de vida independiente.

En esta fecha histórica, quisiera honrar la memoria de los más de 3 mil hombres y mujeres que a lo largo de nuestra historia sirvieron a Chile, como diputados o senadores, desde estos escaños. Muchas veces con pasión, pero siempre con patriotismo.

Quiero recordar también a los 37 hombres y mujeres que me han antecedido en el cargo de Presidente de la República, que por voluntad soberana del pueblo hoy tengo el honor de ejercer.

Y en forma muy especial, a los que hoy día nos acompañan en este Congreso Nacional: a don Patricio Aylwin, a don Eduardo Frei, a don Ricardo Lagos, a doña Michelle Bachelet.

Su presencia en este acto habla y vale más que mil palabras, y da cuenta no solamente de la trascendencia de las fechas que estamos conmemorando, sino que también demuestra la solidez de nuestra democracia y la madurez de nuestra amistad cívica, las cuales sin duda trascienden y superan, y por mucho, las legítimas diferencias que nos distinguen, por profundas que a ratos ellas parezcan.

Este Congreso Nacional, en sus 199 años de independencia y de existencia, tiene el honor de ser uno de los 5 más antiguos del mundo, porque su historia se confunde con la historia misma de la República.

Desde su fundación, un 4 de Julio del año 1811, este Congreso Nacional ha aprobado más de 27 mil leyes y se ha transformado en una cuna privilegiada para la deliberación, el diálogo, el debate y la búsqueda de los tan necesarios acuerdos nacionales, en los temas que nos interesan a todos los chilenos.

Fue aquí en este Congreso Nacional donde se escribieron nuestros códigos y donde se dio vida a nuestras instituciones republicanas. Fue aquí en este Congreso Nacional, donde se declaró la guerra y fue también aquí donde se recuperó la paz.

Por estos escaños que hoy día ocupan los actuales diputados y senadores, pasaron muchas de las figuras más ilustres de nuestra vida republicana. Algunos forjadores de la patria, como don Bernardo O’Higgins, Camilo Henríquez, José Miguel Infante. Otros que nos distinguieron, como los más grandes poetas e intelectuales de nuestro país, como Andrés Bello, Benjamín Vicuña Mackenna, José Victorino Lastarria, Eusebio Lillo, Pablo Neruda.

Y también pasaron por este Congreso Nacional 24 Presidentes y ex Presidentes de la República, que sin duda todos ellos prestaron sus mejores servicios a nuestro país, desde estos estrados.

Porque la grandeza de este Congreso se apoya más que nada en el valor del respeto.

En primer lugar, el respeto al mandato popular, del cual nunca debemos olvidar que no somos amos ni mucho menos dueños, sino meros servidores y depositarios temporales de la confianza de nuestro pueblo.

Respeto a nuestra Constitución y a nuestras leyes, cuyas normas hemos jurado guardar y hacer guardar. Y que junto con los reglamentos y las tradiciones de convivencia interna, definen la misión y las atribuciones de los diputados y senadores.

Y respeto, finalmente, por ustedes mismos, los miembros de este Congreso, tanto por su condición de representantes del pueblo de Chile, como por las ideas y convicciones a las cuales adhieren, cualquiera sean éstas y para cuya defensa y promoción cuentan siempre con las herramientas de la razón, la persuasión, el diálogo y el voto, pero nunca con los instrumentos de la fuerza, la coacción o la amenaza.

Comprendo muy bien las dificultades que entraña la tarea legislativa. Durante 8 años tuve el honor de desempeñarme como senador de la República, en momentos en que en Chile recién se iniciaba el retorno a su normalidad democrática. Y, por lo mismo, me duele, como le duele a muchos chilenos, la gradual pérdida de prestigio que afecta a la actividad política en general y a algunas de nuestras instituciones más representativas, como el propio Congreso y los partidos políticos en particular.

Porque estamos frente a una paradoja: nuestros ciudadanos demuestran un alto aprecio por la democracia, pero también expresan una creciente desafección por la política. Y ésta es una paradoja peligrosa, porque digámoslo fuerte y claro: no hay democracia sana con política enferma.

Y que nadie se mueva a engaño, no pretendo desde esta tribuna criticar la sana y necesaria rebeldía, e incluso, la cierta indocilidad con que la actual ciudadanía, activa y celosa de su propia autonomía, debe escrutar a quienes ostentan posiciones de poder.

Mi llamado de atención va más bien a este creciente distanciamiento que muchos compatriotas expresan frente a lo público, frente a aquello que nos incumbe y nos interesa a todos, porque esta desafección se produce cuando piensan que lo público no afecta lo privado, en circunstancias que, por definición, somos seres que vivimos y necesitamos vivir en una sociedad, en una comunidad. Y a esa permanente inclinación a reclamar, y cada vez con más fuerza y con más vigor sus derechos, pero muchas veces desconocer o dilatar el cumplimiento de sus deberes.

Y este creciente debilitamiento frente al respeto que se debe a la autoridad, partiendo por este Congreso Nacional, y que no es muy distinto al que sufren muchos carabineros en las calles de nuestro país, profesores en nuestras aulas, e incluso muchos padres en sus propios hogares.

Y no podemos ni debemos resignarnos ante esta realidad. Es tarea y responsabilidad de todos recuperar el respeto a la autoridad legítima, el respeto a todos nuestros compatriotas y el aprecio ciudadano por la buena política, que no es otra que aquella que tiene y busca un impacto real, perceptible y significativo en la vida y calidad de vida, y en las oportunidades y el futuro de millones y millones de nuestros compatriotas.

Yo estoy muy consciente que el Gobierno tiene una gran responsabilidad en esta materia, y me comprometo a cumplirla, entre otras, la de no extremar el sistema presidencialista que nos rige, porque podría terminar agotando la iniciativa que le cabe también a ustedes, diputados y senadores de la República y miembros de este Congreso, en una democracia que busca poderes equilibrados.

Pero la enfermedad que adolece nuestra democracia es, en último término, una crisis de representación, que afecta no solamente a nuestro país, afecta a muchas, sino a todas las democracias del mundo. Y por ello tenemos que enfrentarla.

Y esa es la razón de fondo por la cual nuestro Gobierno ha presentado a la tramitación de este Congreso una profunda y ambiciosa agenda pro-democracia, que busca hacerla más vital, más joven, más participativa y también más transparente.

Entre otras iniciativas de esta agenda pro-democracia, destaco la inscripción automática, que va a permitir volver a la participación ciudadana a más de 4 millones de chilenas y chilenos que están marginados.

El voto voluntario, para que tengamos que conquistar los votos con argumentos y con entusiasmo, y no con la amenaza de una multa.

El derecho a voto a los chilenos que viven en el extranjero y que mantienen un vínculo o una pertenencia con nuestro país.

La iniciativa que establece la posibilidad de que los ciudadanos tengan también iniciativas de ley.

Las primarias voluntarias, vinculantes y financiadas por el Estado, para asegurar una mayor transparencia y participación en la designación de los candidatos.

La reforma que busca simplificar los plebiscitos comunales, de forma de potenciar la participación de los ciudadanos en aquellas materias que les son tan queridas y tan caras a su vida cotidiana.

Todas éstas, estoy seguro, van a ser analizadas, perfeccionadas y ojalá enriquecidas en nuestro Congreso.

Y quiero también reiterar la disposición de nuestro Gobierno, a iniciar un diálogo, a escuchar planteamientos que nos permitan perfeccionar nuestro sistema electoral, potenciando sus fortalezas y atributos y, por supuesto, corrigiendo sus defectos y debilidades.

Honorables diputados y senadores:

La conmemoración de nuestro Bicentenario como nación independiente, constituye sin duda una formidable oportunidad para reafirmar nuestro compromiso con el espíritu de unidad nacional que ha estado siempre presente en los momentos estelares de nuestra historia.

Porque si hay algo que nuestra historia se encarga de recordarnos una y otra vez, es que en la unidad está la raíz de nuestra fuerza y en la división está el germen de nuestra debilidad. Porque la historia nos muestra que cada vez que nos hemos unido detrás de objetivos nobles y factibles, por audaces y ambiciosos que parecieran, nada ni nadie nos ha impedido alcanzarlos.

Al fin y al cabo, y como he recordado en otras ocasiones, y en este mismo salón, la soberanía que nos ha sido confiada por el pueblo, convierten a este Presidente y a este Congreso Nacional en aliados y no en adversarios, en la noble causa de traer progreso y bienestar a todos los chilenos y chilenas.

Estoy consciente que hemos tenido muchos quiebres en nuestra sociedad a lo largo de nuestra historia. Hay veces en que se han levantado las armas de chilenos contra chilenos, como ocurrió en las guerras civiles del año 1851, 1859, y tal vez la más dura y cruel de todas, la de 1891.

También hemos tenido quiebres democráticos, como el año 1924 y el año 1973, como nos recordaba el presidente del Senado.

Es cierto, el año 73 tuvimos un quiebre de nuestra democracia, pero si lo miramos con objetividad y sin pasión, creo que todos tenemos que concluir que ese quiebre no fue algo súbito ni intempestivo. Ciertamente fue evitable, pero obedeció a una democracia que venía enferma de mucho antes. Enferma de exceso de ideologismo, de violencia, de falta de respeto al Estado de derecho, de nula capacidad de diálogo, de violencia.

Y por eso mismo, pienso que tenemos que aprender de nuestra historia.

Por eso, este espíritu de unidad es algo que quisiera invocar una vez más, hoy día, a las puertas de nuestro Bicentenario. Unidad entre Gobierno y oposición, entre el sector público y el sector privado, entre trabajadores y empresarios, entre el Estado y la sociedad civil.

Una unidad nacional que, por cierto, no significa confundir los roles, ni renunciar a los valores, principios o convicciones que cada uno libremente quiera adherir. Significa, simplemente, recordar que más allá de todas nuestras legítimas diferencias, hay algo mucho más fuerte que nos une, que es nuestro amor por nuestra patria y nuestro compromiso por escribir las páginas más hermosas en su historia.

Por eso, con este mismo espíritu de unidad, quiero hoy enviar un mensaje lleno de cariño y esperanza a nuestros pueblos originarios, y particularmente a nuestro pueblo mapuche. Los chilenos debemos sentirnos muy orgullosos de ser una nación multicultural, pero también no podemos dejar de reconocer que durante décadas, y quizás siglos, hemos negado a nuestras comunidades de pueblos originarios las oportunidades necesarias para su progreso material y espiritual y para su plena integración a nuestra República.

Por eso nuestro Gobierno, a través del Plan Araucanía, tiene el firme propósito de aprovechar la conmemoración de este Bicentenario para desarrollar un plan cuya magnitud, alcance y ambición excede lo que ha sido tradicional y compromete no solamente recursos, sino que compromete voluntades. Y eso incluye darle reconocimiento constitucional, reforma que está en las manos de este Congreso, e incluye también apreciar, valorar y promover lo que es su principal riqueza, su cultura, tradiciones, idioma, reevaluar nuestras instituciones y políticas hacia nuestros pueblos originarios y tomar en nuestras manos la gran tarea de mejorar la calidad de su educación, su acceso a la salud, su desarrollo productivo, su capacidad de emprendimiento y, por cierto, apuntar a cerrar la brecha en materia de calidad de vida y oportunidades que hoy día los condena a una situación de rezago.

También hemos presentado un proyecto de ley que restringe el ámbito de la justicia militar, aquello que en nuestra opinión le es propio en una sociedad democrática, de forma tal que excluya de su competencia y jurisdicción a los civiles. Junto con otro proyecto de ley que perfecciona nuestra legislación antiterrorista, que sin descuidar la lucha contra este flagelo, que junto al narcotráfico son enemigos crueles y formidables, busque tipificar mejor las conductas terroristas, fortalecer el debido proceso, racionalizar sus penas y facilitar y agilizar la aplicación de la justicia.

Quiero reafirmar también que, con la misma fuerza con que hemos hecho y seguiremos haciendo todo lo humanamente posible para rescatar sanos, salvos y con vida a nuestros 33 mineros que están atrapados a 700 metros de profundidad, bajo la roca de una montaña en la Región de Atacama, vamos a utilizar todos los instrumentos del Estado de derecho para resguardar la integridad física y la vida de los 34 comuneros que están en huelga de hambre.

También quiero aprovechar de destacar y agradecer la prolífica labor que este Congreso ha realizado desde el 11 de marzo de este año, tiempo en que me ha correspondido el honor de ejercer el mando supremo de la nación.

En estos poco más de 6 meses han ingresado a este Congreso más de 51 proyectos de ley, 18 de los cuales ya han sido aprobados y hoy son ley de la República.

Podría destacar y mencionar muchos, pero prefiero recordar y agradecer el acuerdo que hoy día se logró para poder dar una solución definitiva a un problema que ha afectado a millones de chilenos, como es la situación que afecta al Transantiago.

Quiero también reconocer que esta productividad y alta calidad legislativa que ha mostrado este Congreso en estos 6 meses, no tiene precedentes en los 20 años previos de nuestra vida democrática.

Y, por tanto, quisiera, desde esta tribuna, hacer un reconocimiento y por cierto mostrar la gratitud de este Presidente por la labor que ha cumplido este Congreso.

Honorables miembros, senadores, diputados, amigas y amigos:

En momentos en que nos aprontamos a conmemorar nuestro Bicentenario, pocas cosas pueden ser más oportunas y más necesarias que reflexionar sobre lo que significa ser chilenos e intentar desentrañar de nuestra identidad, aquello que nos caracteriza y, en cierto modo, aquello que nos distingue de los demás pueblos de esta Tierra.

Sin duda podrían existir muchas respuestas a esta pregunta, pero si yo tuviera que elegir una, diría que somos un pueblo formado en la adversidad y el rigor, al que nada le ha resultado fácil, en que todo se ha conquistado con esfuerzo y en que cada progreso, aún el más insignificante, ha significado sacrificio, compromiso y perseverancia de muchos chilenos.

Un país pequeño y en el fin del mundo, un país separado de los demás por los desiertos más áridos del mundo, por las cordilleras más altas del mundo y por el Océano más hermoso del mundo. Y, al mismo tiempo, un país que ha sido golpeado tantas veces por las fuerzas duras e incontrolables de la naturaleza, pero que siempre ha demostrado ese temple y esa tenacidad que es parte del alma de nuestro pueblo y que nos enorgullece como chilenos.

Pero más importante aún, yo diría que es precisamente ahí donde reside nuestra mayor fortaleza, porque a partir de la adversidad siempre hemos ido forjando un temple y una tenacidad, una resiliencia para recuperarnos frente a los golpes del destino o de la naturaleza, que han hecho de Chile un país seguro de sí mismo y que es capaz de pararse frente a este mundo moderno, muy firme en sus pies y saber integrarse con la fortaleza de nuestras tradiciones y, al mismo tiempo, buscando integrarnos a esta sociedad global y a este nuevo mundo que emerge ante nuestros propios ojos.

El presidente del Senado hablaba de un siglo corto. Y es cierto, el siglo en nuestro país históricamente fue corto, como también lo fue en el mundo entero, porque se inició cuando el mundo pasó bruscamente de la Belle Epoque, a la I Guerra Mundial, la guerra de las trincheras, la guerra de los millones d-e muertos y terminó cuando frente a nuestros propios ojos, sorprendiendo a muchos de nosotros, cayó el Muro de Berlín y cayeron muchos muros, y dieron origen a un mundo nuevo, que es el mundo en el cual nosotros estamos viviendo.

Pero junto con ese muro, como el Muro de Berlín, que dividía al mundo entre el Este y el Oeste, cayó otro muro, tal vez más duro y más cruel que el anterior, que no corría de Norte a Sur, sino que de Este a Oeste y separaba al mundo del Norte, que era el mundo de la riqueza, del mundo del Sur, que era el mundo de la pobreza.

Y por eso, porque llegamos tarde a la revolución industrial, perdimos la oportunidad de ser un país desarrollado.

No podemos llegar tarde a esta nueva revolución, que es más potente y más profunda, que es la revolución de la sociedad del conocimiento y la información.

Y sin duda estamos preparados para ello, porque es un país que sabe pararse en sus propios pies, como muy bien lo dijo Alonso de Ercilla en La Araucana, cuando hablaba de que “la gente que lo habita es tan granada, tan altiva, gallarda y belicosa, que no ha sido por rey jamás regida ni a dominio extranjero sometida”.

Porque si hay algo que hemos aprendido en la historia, es que los países necesitan recordar a sus héroes, para no perder el rumbo, para inspirarse en su heroísmo y para reafirmar su propia identidad. Y Chile tiene una constelación de héroes: O’Higgins y Carrera, que desde hace algunos días atrás se juntaron en la Plaza de la Ciudadanía y observan con mucha atención el Palacio de La Moneda. Como Prat, como los 77 héroes de la Concepción y tantos otros héroes anónimos a lo largo de nuestra historia, pero cuyos ejemplos de generosidad y grandeza hemos conocido tantas veces.

Este año del Bicentenario no sólo nos ha servido para rendir homenaje a los próceres de antaño, sino que también, y es igualmente importante, nos ha permitido descubrir a los héroes del presente.

Como nunca antes en estos meses hemos podido conocer a esos héroes anónimos, que difícilmente van a aparecer en los libros de historia, pero que enfrentados a la adversidad, al desafío y al dolor, supieron responder con la misma grandeza y generosidad que los héroes de antaño.

Y es bueno reflexionar acerca de ese misterioso instante en que estos hombres y mujeres, sencillos, comunes y corrientes, de carne y hueso, con las mismas virtudes y defectos que muchos de nuestros compatriotas, se transforman en héroes.

Pienso en las veces en que Carrera y O’Higgins dirigieron nuestros Ejércitos para lograr nuestra Independencia. O cuando Carrera Pinto decidió inmolarse para salvar el honor de nuestra patria. O en los momentos que Prat decide abordar un monitor que lo excedía largamente en capacidades.

O en los minutos y horas que siguieron al terremoto y maremoto que nos golpeó el 27 de febrero de este año, cuando muchos compatriotas, y lo pudimos ver, arriesgaron sus propias vidas por salvar las de otros compatriotas que muchas veces ni siquiera conocían. O en aquellas palabras, primeras palabras que con emoción leímos, cuando supimos que los 33 mineros estaban a salvo, que ellos, que llevaban casi tres semanas atrapados en la profundidad de la montaña, nos enviaron un mensaje no solamente para decirnos que estaban vivos, sino también para decirnos que estaban bien. No solamente para decirnos que estaban entregados a su suerte y a resguardo, sino que estaban en el refugio, y para decirnos que no estaban divididos, que estaban más unidos que nunca los 33.

Es el salto de estos ciudadanos a héroes donde subyace un radical aprecio a las bondades de la vida cotidiana para abrazar una causa más grande y más noble que la propia.

Y esa renuncia, en el fondo, es un acto de amor, amor a Dios, amor a la patria, amor al prójimo. Un amor que sabe convertir el dolor en esperanza, la tristeza en alegría y la angustia muchas veces en heroísmo. El llanto en sonrisa, un amor como el que estoy seguro los chilenos y chilenas tenemos por el trabajo bien hecho y por nuestra patria.

Porque lo he visto con mis propios ojos, como muchos de ustedes, a lo largo y ancho de nuestro país. Como muchos chilenos, y especialmente los padres, están dispuestos a cualquier sacrifico por legarles a sus hijos una vida mejor y por aportar a una patria más grande y más noble.

Por eso este año del Bicentenario, cuando nos aprontamos a dar ese gran salto al desarrollo, hacia un país sin pobreza y con verdadera igualdad de oportunidades, nunca olvidemos que la principal riqueza de nuestro país no está en sus abundantes recursos naturales ni en sus hermosos paisajes, ni en la altura o tamaño de nuestros edificios o máquinas. Está en nuestra gente, en nuestro pueblo, en nuestros héroes, los de ayer, los de hoy y los de siempre.

Por eso en estos tiempos históricos, pero también de grandes oportunidades, estoy seguro que nuestra generación, la generación del Bicentenario, sabrá estar a la altura del tremendo desafío que tenemos por delante.

Hicimos una transición de un gobierno autoritario a un gobierno democrático que fue ejemplar, y que es así reconocida en muchas partes del mundo, pero esa transición ya es parte de la historia, es la transición antigua. Y nosotros tenemos un compromiso con la transición nueva, la transición joven, la transición del futuro, que es transformar a nuestro país, tal vez, en el primer país de América Latina que antes que termine esta década pueda decir con humildad, pero también con orgullo “hemos derrotado la pobreza, hemos derrotado el subdesarrollo y hemos creado una sociedad que permita a todos sus hijos desarrollar sus talentos y tener verdadera igualdad de oportunidades”. Y poder de esa manera cumplir con el sueño de todas las generaciones, pero que nosotros tenemos una formidable oportunidad de llevar a la realidad: construir esa patria libre, grande, próspera, justa y fraterna con la cual siempre hemos soñado.

Por eso quiero terminar estas palabras pidiéndole a Dios que bendiga a nuestra patria y que bendiga a todas sus hijas e hijos, y diciendo con mucha fuerza que me siento orgulloso, más orgulloso que nunca de ser chileno. ¡Viva Chile!

Muchas gracias.