Gobierno de la Unión en Bogotá

SIMÓN BOLÍVAR

POR DOS VECES el desplomo de la República de Venezuela, mi patria,
me ha obligado a buscar un auxilio en la Nueva Granada, que
por dos veces he contribuido a salvar. Cuando en la primera guerra
civil, en medio del tumulto de la anarquía y del espanto de una cruel
invasión, que por todas partes amenazaba a estos estados, tuve la
dicha de presentarme entre mis hermanos, les pagué con mis servicios
su hospitalidad.

Al presente las nuevas catástrofes de Venezuela me conducen
aquí, y encuentro el interior otra vez dañado por la divergencia. V.E.
me hace el honor de destinarme a pacificar a Cundinamarca disidente,
y la paz sucede a la división. ¡Terrible! ¡Terrible división! pero
disculpable… Permítame V.E. remontar al origen lamentable de esta
calamidad.

Creado el nuevo mundo bajo el fatal imperio de la servidumbre,
no ha podido arrancarse las cadenas sin despedazar sus miembros;
consecuencia inevitable de los vicios de la servilidad y de los
errores de una ignorancia tanto más tenaz, cuanto que es hija de la
superstición más fanática que ha cubierto de oprobio al linaje humano.
La tiranía y la inquisición habían degradado a la clase de los
brutos a los americanos, y a los hijos de los conquistadores, que les
trajeron estos funestos presentes. Así, ¿qué razón ilustrada, qué virtud
política, qué moral pura podríamos hallar entre nosotros para
romper el cetro de la opresión, y sustituir de repente el de las leyes,
que debían establecer los derechos e imponer los deberes a los ciudadanos
en la nueva república? El hábito a la obediencia, sin examen,
había entorpecido de tal modo nuestro espíritu, que no era posible
descubriésemos la verdad, ni encontrásemos el bien. Ceder a
la fuerza fue siempre nuestro solo deber; como el crimen mayor
buscar la justicia y conocer los derechos de la naturaleza y de los
hombres. Especular sobre las ciencias; calcular sobre lo útil, y practicar
la virtud, eran atentados de lesa tiranía, más fáciles de cometer
que de obtener su perdón. La mancilla, la expatriación y la muerte,
seguían con frecuencia a los talentos, que los ilustres desgraciados
sabían adquirir para su ruina, no obstante el cúmulo de obstáculos
que oponían a las luces los dominadores de este hemisferio.

Jamás, señor, jamás nación del mundo, dotada inmensamente
de extensión, riqueza y población ha experimentado el ignominioso
pupilaje de tres siglos, pasados en una absoluta abstracción; privada
del comercio del universo, de la contemplación de la política, y sumergida
en un caos de tinieblas. Todos los pueblos de la tierra se han
gobernado por sí mismos con despotismo o con libertad; sistemas
más o menos justos han regido a las grandes sociedades; pero siempre
por sus ciudadanos, refundiendo el bien o el mal en ellos mismos.
La gloria o el deshonor ha refluido sobre sus hijos; mas nosotros
¿hemos dirigido los destinos de nuestra patria? La esclavitud
misma ¿ha sido ejercida por nosotros? Ni aun el ser instrumentos
de la opresión nos ha sido concedido. Todo, todo era extranjero en
este suelo. Religión, leyes, costumbres, alimentos, vestidos, eran
de Europa, y nada debíamos ni aun imitar. Como seres pasivos,
nuestro destino se limitaba a llevar dócilmente el freno que con
violencia y rigor manejaban nuestros dueños. Igualados a las bestias
salvajes, la irresistible fuerza de la naturaleza no más ha sido
capaz de reponernos en la esfera de los hombres; y aunque todavía
débiles en razón, hemos ya dado principio a los ensayos de la carrera,
a que somos predestinados.

Sí, Excmo. señor, hemos sabido representar en el teatro político
la grande escena que nos corresponde, como poseedores de la
mitad del mundo. Un vasto campo se presenta delante de nosotros,
que nos convida a ocuparlo; y bien que nuestros primeros pasos
hayan sido tan trémulos como los de un infante, la rigorosa escuela
de los trágicos sucesos ha afirmado nuestra marcha habiendo
aprendido con las caídas, dónde están los abismos; y con los naufragios,
dónde están los escollos. Nuestra empresa ha sido a tientas,
porque éramos ciegos; los golpes nos han abierto los ojos, y con la
experiencia, y con la vista que hemos adquirido ¿por qué no hemos
de salvar los peligros de la guerra, y de la política, y alcanzar la libertad
y la gloria que nos esperan por galardón de nuestros sacrificios?
Estos no han podido ser evitables, porque para el logro del triunfo
siempre ha sido indispensable pasar por la senda de los sacrificios.
La América entera está teñida de la sangre americana. ¡Ella era
necesaria para lavar una mancha tan envejecida! La primera que
se vierte con honor en este desgraciado continente, siempre teatro
de desolaciones, pero nunca por la libertad, México, Venezuela, la
Nueva Granada, Quito, Chile, Buenos Aires y el Perú presentan
heroicos espectáculos de triunfos e infortunios. Por todas partes
corre en el Nuevo Mundo la sangre de sus hijos; mas es ya por la
libertad, ¡único objeto digno del sacrificio de la vida de los hombres!
Por la libertad, digo, está erizada de armas la tierra, que poco ha
sufría el reposo de los esclavos; y si desastres espantosos han afligido
las más bellas provincias y aun repúblicas enteras, ha sido por
culpa nuestra, y no por el poder de nuestros enemigos.

Nuestra impericia, Excmo. señor, en todos los departamentos
del Gobierno ha agotado nuestros elementos, y ha aumentado considerablemente
los recursos precarios de nuestros enemigos, que
prevaliéndose de nuestras faltas, han sembrado la semilla venenosa
de la discordia, para anonadar estas regiones que han perdido la
esperanza de poseer. Ellos antes aniquilaron la raza de los primeros
habitadores para sustituir la suya, y dominarlo… Ahora hacen perecer
hasta lo inanimado, porque en la impotencia de conquistar, ejercen
su maleficencia innata en destruir. Pretenden convertir la América
en desierto y soledad; se han propuesto nuestro exterminio,
pero sin exponer su salud, porque sus armas son las viles pasiones,
que nos han transmitido por herencia, la cruel ambición, la miserable
codicia, las preocupaciones religiosas y los errores políticos. De
este modo, sin aventurar ellos su suerte, deciden de la nuestra.

A pesar de tan mortíferos enemigos, contemplamos la bella república
de Buenos Aires, subyugando al reino del Perú; México preponderando
contra los tiranos; Chile triunfante; el oriente de Venezuela
libre, y la Nueva Granada tranquila, unida y en una actitud
amenazadora.

Hoy V.E. pone el complemento a sus ímprobos trabajos, instalando
en esta capital el gobierno paternal de la Nueva Granada, y
recibiendo por recompensa de su constancia, rectitud y sabiduría,
las bendiciones de los pueblos, que deben a V.E. la paz doméstica y la
seguridad externa.

Por la justicia de los principios que V.E. ha adoptado, y por la
moderación de una conducta sin mancha, V.E. no ha vencido, ha
ganado a sus enemigos internos, que han experimentado más beneficios
de sus contrarios, que esperanzas tenían en sus amigos.
Deseaban estos componer una república aislada en medio de
otras muchas, que veían con horror una separación, que dividiendo
el corazón del resto del cuerpo le da la muerte al todo. V.E. colma
los votos de sus enemigos, haciéndolos entrar en la gran familia,
que ligada con los vínculos fraternales, es más fuerte que
nuestros opresores.
V.E. ha dirigido sus fuerzas y miras en todos sentidos: el norte
es reforzado por la división del general Urdaneta; Casanare espera
los socorros que lleva el comandante Lara; Popayán se verá auxiliar
superabundantemente; Santa Marta y Maracaibo serán libertadas
por el soberbio ejército de venezolanos y granadinos que V.E.
me ha hecho el honor de confiar. Este ejército pasará con una mano
bienhechora rompiendo cuantos hierros opriman con su peso y
oprobio a todos los americanos que haya en el norte y sur de la
América meridional. Yo lo juro por el honor que adorna a los libertadores
de la Nueva Granada y Venezuela; y ofrezco a V.E. mi vida,
como el último tributo de mi gratitud, o hacer tremolar las banderas
granadinas hasta los más remotos confines de la tiranía. Mientras
tanto, V.E. se presenta a la faz del mundo, en la majestuosa actitud
de una nación respetable por la solidez de su constitución, que
formando de todas las partes, antes dislocadas, un cuerpo político,
pueda ser reconocido como tal por los estados extranjeros, que no
debieron tratar con esta república que era un monstruo, por carecer
de fuerza la autoridad legítima, como de legitimidad el poder efectivo
de las provincias representadas; éstas por sí mismas eran hermanas
divididas, que no componían una familia.
Aunque mi celo importuno me ha extraviado en este discurso,
que sólo debía ser inaugural, continuaré todavía mi falta atreviéndome
a añadir que el establecimiento de los tribunales supremos,
que sin interpretar las leyes, y sometiéndose ciegamente a ellas en
la distribución de la justicia, aseguran el honor, la vida y la fortuna
de los ciudadanos, me lisonjeo, será uno de los más bellos monumentos
que V.E. erigirá a su gloria. La justicia es la reina de las virtudes
republicanas, y con ellas se sostienen la igualdad y la libertad
que son las columnas de este edificio.

La organización del erario nacional que exige de los ciudadanos
una mínima parte de su fortuna privada, para aumentar la pública
que alimenta a la sociedad entera, ocupa en el ánimo de V.E. un lugar
muy prominente; porque sin rentas no hay ejércitos, y sin ejércitos
perece el honor, al cual hemos ya consagrado innumerables
sacrificios, por conservarlo en el esplendor que la han adquirido la
vida de tantos mártires, y la privación de tantos bienes.

Pero la opinión pública, Excmo. señor, es el objeto más sagrado
que llama la alta atención de V.E.; ella ha menester la protección de
un gobierno ilustrado que conoce que la opinión es la fuente de los
más importantes acontecimientos. Por la opinión ha preservado
Atenas su libertad de la Asia entera. Por la opinión, los compañeros
de Rómulo conquistaron el universo. Por la opinión influye Inglaterra
en todos los gobiernos, dominando con el tridente de Neptuno la
inmensa extensión de los mares.

Persuadamos a los pueblos de que el cielo nos ha dado la libertad
para la conservación de la virtud y la obtención de la patria de los
justos. Que esta mitad del globo pertenece a quien Dios hizo nacer
en su suelo, y no a los tránsfugas trasatlánticos, que por escapar de
los golpes de la tiranía vienen a establecerla sobre nuestras ruinas.
Hagamos que el amor ligue con un lazo universal a los hijos del hemisferio
de Colón, y que el odio, la venganza y la guerra se arranquen
de nuestro seno y se lleven a las fronteras, a emplearlos contra
quienes únicamente son justos: contra los tiranos.

Excmo. señor, la guerra civil ha terminado; sobre ella se ha elevado
la paz doméstica; los ciudadanos reposan tranquilos bajo los
auspicios de un gobierno justo y legal; y nuestros enemigos tiemblan.

Enviado por Enrique Ibañes